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El esplendor de la gran pintura

La exposición que el artista sevillano Jorge Gallego ha protagonizado en la Sala Rivadavia ha descubierto a un pintor maduro que ejerce una función esclarecedora

Jorge Gallego, cicerone de su exposición

Una de las obras que Jorge Gallego ha expuesto en la Sala Rivadavia de Cádiz.

He asistido a lo largo de estos años al crecimiento absoluto de la pintura de Jorge Gallego, algo que proviene de esa sensata, seria y lógica evolución del autor como artista que se está haciendo grande, muy grande. Porque el pintor de Montellano no es, ahora mismo, sólo un artista con muy buena mano, sustentada por una técnica bien asimilada y capaz de generar lo mejor. Eso lo fue en un tiempo iniciático en el que quería, probablemente, hacer valer sus portentosas dotes como pintor figurativo, dispuesto a representar espectacularmente todo lo concreto que su mirada privilegiada captaba sin dejar resquicios para la duda. Jorge Gallego, en estos años, ha ido dando carácter, mucho carácter, a su pintura; le ha ido quitando los elementos superfluos que levantaban la admiración apasionada de los menos preparados y de luces cortas -el gran Cezanne escribió en cierta ocasión a su madre comentándole que debía terminar los cuadros antes que provocaran el entusiasmo sólo de los imbéciles-. Al mismo tiempo ha ido dotando a su pintura de sentido, de densidad visual, de conciencia creativa y de mucha intensidad plástica.

Jorge Gallego es un pintor de mucho oficio, de una capacidad portentosa para interpretar la realidad, de una técnica redonda que es capaz de dominar cualquier escena y ofrecer una pintura rotunda donde lo real muestra su verdadera dimensión. Es pintor de espacios abiertos, de horizontes amplios en escenarios diáfanos donde se desarrolla un relato clarificador en el que las extensas superficies dejan materializar una realidad que hace sobresalir mucho más que los estáticos y bellos elementos que la conforman.

El pintor sevillano no sólo es un pintor convincente que realiza una obra donde la perfección de la representación abandera las justas y determinantes posiciones de lo real; es, además, pintor de soledades, de ausencias más que de presencias, de paisajes que descubren misterios con historias pasadas y relatos de un tiempo que tuvo esplendores y se ha quedado en vestigios ruinosos. He comentado en varias ocasiones, porque estoy convencido de ello, que Jorge Gallego es un pintor bueno, muy bueno. Pertenece a esa generación de artistas que, desde la Facultad de Bellas Artes de Sevilla, eclosionaron en grandes hacedores de lo mejor que, en pintura figurativa, existía; esa que está concebida con los criterios rigurosos que deben existir para formular, sin tonterías embaucadoras, una pintura de mucha conciencia creativa y absoluta verdad; mucho de lo que, desgraciadamente, le falta a ese arte que hoy es santo y seña de una contemporaneidad a la que le sobra mucha soberbia y necesita algo más de autenticidad. Ha sido, por tanto, compañero de generación de esos grandes pintores figurativos –Antonio Barahona, Eduardo Millán, Nacho Estudillo, Antono Lara, José Carlos Naranjo, Javier Palacios...- que, ahora, en esa joven madurez, están dando tanta trascendencia a la pintura española. Además, Jorge Gallego es un pintor de lo más reconocido y respetado a juzgar por la cantidad de certámenes en los que ha estado en lo más alto del palmarés de los mismos –varios premios en el certamen Virgen de las Viñas de Tomelloso, Premio del Ateneo de Sevilla, de la Fundación Cruzcampo, el de la Fundación Ynglada- Guillot, el de la Real Maestranza de Sevilla, el Concurso de Pintura Figurativa de la Fundación de las Artes y los Artistas de Barcelona y muchísimos otros-. Y como no podía ser menos, a causa de tales altas consideraciones, su obra se encuentra en muy importantes colecciones –ayuntamientos de Sevilla, Málaga y Badajoz, Sala Parés de Barcelona, Real Academia de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría, Fundación Endesa, Fundación Cruzcampo, Museo de Alcalá de Guadaira, MEAM ( Museo Europeo de Arte Moderno) de Barcelona, entre otras-.

Estamos ante una pintura realista que tiene como bases sustentantes el poderoso carácter de la composición, la perfección de los registros técnicos, desarrollados con rigor y sin buscar cualquier tipo de efectismo dirigido a espectadores fáciles de convencer; también una adecuación clara de la gramática formal, con su correctísima disposición de los elementos, a la sintaxis distributiva de cada uno de ellos; es decir, una forma pulcramente constituida con la materia plástica, dejando que formule sus desenlaces pictóricos para que puedan desencadenar su poderoso sentido representativo. Y es que Jorge Gallego yuxtapone, sin distorsiones ni exuberancias gratuitas, el espléndido continente a un contenido que atrapa la mirada e inunda de sentido artístico el espíritu expectante del observador.

La reciente exposición mostrada en la Sala Rivadavia nos sitúa en ese poderosísimo paisaje de Jorge Gallego; un espacio escénico planteado con rigurosidad que se conjuga en una arquitectura que muestra la decadencia de lo que ha sido abandonado y dejado al arbitrio de un tiempo inexorable. Una pintura de contundente manifestación formal, que transcribe un realismo veraz, sin concesiones a la galería ni brindis baratos al sol; una pintura salida de un artista grande que deja constancia de la máxima fortaleza creativa y que, además, sabe recrear las posiciones de un concepto que se implica en el propio sistema representativo. De esta manera, en sus obras aparece ese sentido de fugacidad del tiempo, manifestado en soledades, sin presencia humana, en arquitecturas ruinosas, en elementos que distribuye un paisaje sobriamente posicionado y que deja ver una inmensidad esplendorosa a la vez que enigmática.

La exposición que Paco Mármol ha llevado hasta las salas del Consulado de Argentina nos ha descubierto a un pintor maduro, que ejerce una función artística esclarecedora y que sitúa al espectador ante un ejercicio pictórico lleno de fortaleza plástica y trascendencia artística. Jorge Gallego es artista total; sabio ejecutor de una naturaleza figurativa que no encierra medias tintas y que abre las perspectivas de la gran pintura, esa que está moldeada con la esencia del arte eterno, el que no tiene tiempo ni edad.

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