A la sombra de Flaubert

LITERATURA

Premiada con el Málaga de Ensayo, la aproximación de Antonio Álvarez de la Rosa al escritor francés es también una autobiografía intelectual y un retrato indirecto de nuestro tiempo

Antonio Álvarez de la Rosa (Santa Cruz de Tenerife, 1946).
Antonio Álvarez de la Rosa (Santa Cruz de Tenerife, 1946). / Ignacio del Río

La ficha

Flaubert a la carta. Antonio Álvarez de la Rosa. XVI Premio Málaga de Ensayo. Páginas de Espuma. Madrid, 2025. 208 páginas. 18 euros

Famosamente invisible en sus novelas, en las que el más autoconsciente entre los narradores franceses de su siglo no dejó ni una sola pista de su personalidad e itinerario, Flaubert trazó un autorretrato tan completo, franco y desinhibido en sus cartas, casi cuatro mil quinientas en la edición canónica de La Pléiade, que hay poco que no sepamos del hombre que alentaba tras la máscara del artista, un hombre excesivo y extravagante, nada aprovechable por los moralistas, que aunaba el talento artístico y una inteligencia extraordinaria. De puertas afuera, el oso normando podía proyectar una impresión de abotargada rudeza, como transmitieron algunos de sus contemporáneos, pero en la intimidad de su escritorio hilaba muy fino y pese a sus numerosas fobias y manías, exhibidas con una actitud deliberadamente provocadora, dejó muestras de una lucidez, propia de los temperamentos escépticos o abonados al pesimismo, que ha resistido el paso del tiempo y sigue ofreciendo una perspectiva válida para cuestionar algunos de los fraudes y fetiches de nuestra época. Es la bien defendida tesis de su veterano traductor y reconocido especialista, el catedrático de Filología Francesa Antonio Álvarez de la Rosa, que ganó la última convocatoria del Premio Málaga de Ensayo con un libro donde ha volcado sus muchos años de trato con un escritor al que le une, salvadas las distancias, una familiaridad profunda.

Ya en la excelente antología de su correspondencia dejaba Álvarez de la Rosa muestras de esa familiaridad, y también de su capacidad para trascender el corsé del comentarista académico para abordar a Flaubert como un amigo de otro siglo, encantador o irritante, según los casos, al que permanecemos fieles por las horas de felicidad que nos ha procurado. De ambas virtudes se nutre este ensayo, publicado por Páginas de Espuma, donde el estudioso canario da un paso más allá al convocar la presencia de quien ha sido llamado el padre de la novela moderna para entablar con él, saltando la barrera cronológica, una conversación imposible. Fundamentado en el epistolario, el diálogo que mantiene el ensayista lo lleva a recorrer no sólo su obra, sino también los paisajes –con Ruan como centro– y los personajes asociados, tanto las criaturas de ficción como los coetáneos reales en los que el narrador proyectó sus confidencias. “Llevaba años rumiando la idea de escribirme a la sombra de Flaubert”, empieza diciendo Álvarez de la Rosa, y a ello se aplica sin que la vinculación, que como él mismo concede podría parecer petulante, suene artificiosa o impostada, pues al contemplarse en el espejo del novelista –por decirlo con su imagen, de resonancia stendhaliana– es el hoy lo que comparece, de un modo poco halagüeño que puede ser desvelado por lo que nuestro Juan Ramón, también catalogado de esteticista, llamó con aparente paradoja la “política poética”. A través de su flaubertmanía, y asumiendo el riesgo derivado de la identificación con un escritor proverbialmente incorrecto, Álvarez de la Rosa ofrece toda una lección referida al modo en que pueden revivir los clásicos.

Es en el combate contra las ‘ideas recibidas’ donde encontramos al pensador más perdurable

No sin razones, tenemos a Flaubert por un personaje hosco, misántropo y atrabiliario que echaba pestes de casi todo, pero a la hora de reconstruir una imagen que le haga justicia hay que resaltar también lo que su temeraria costumbre de decir la verdad sin filtros –su verdad, claro, sujeta a error como la de cualquiera– tenía de compromiso con una autenticidad genuina, de ahí que su reiterado desprecio de la burguesía, por ejemplo, se centrara a menudo en resaltar la hipocresía de una clase que encubría su mediocridad con el torpe disfraz de las buenas costumbres. Otra de sus bestias negras era la masa indiferenciada, supersticiosa y bárbara, sólo apreciada por los demagogos sin escrúpulos. Algunas de las posiciones de Flaubert son difícilmente defendibles, como su desdén hacia las mujeres –con algunas de las cuales tuvo, sin embargo, una relación intelectual estrecha, valgan los célebres casos de Colette o George Sand– o su escaso o nulo apego por la democracia, pero es la actitud inconformista del escritor y su indiferencia ante las convenciones lo que no ha perdido vigencia. Encerrado en su “amurallada soledad” como un “benedictino de la literatura”, el ermitaño de Croisset tenía una curiosidad insaciable y su brújula, como dice Álvarez de la Rosa, sigue siendo útil para “abandonar los lugares comunes y el exceso de simplismo”. Si hablamos de su faceta de pensador, al margen de los altos logros como estilista, es en ese combate contra las ideas recibidas, la solemnidad de los bobos y los inabarcables límites de la estupidez humana, donde encontramos al Flaubert más perdurable.

Gustave Flaubert (1821-1880) retratado por Nadar.
Gustave Flaubert (1821-1880) retratado por Nadar.

Intérprete y lector apasionado

Publicada con ocasión del segundo centenario de Flaubert, la antología donde el mismo Álvarez de la Rosa reunió la selección más amplia y abarcadora de su correspondencia en español (El hilo del collar, Alianza, 2021) es un complemento ineludible de este ensayo que se construye en buena medida a partir de las opiniones contenidas en ella. Ya entonces se interesaba el antólogo por el pensamiento no sólo literario del escritor francés, pero aquí, como decíamos, propone un encuentro personal que recuerda en parte, por la brillante superposición de la circunstancia autobiográfica, a dos referencias fundamentales de la oceánica bibliografía flaubertiana: el memorable análisis, precedido de una evocación de sus inicios, que Mario Vargas Llosa dedicó en La orgía perpetua a su novela predilecta, Madame Bovary, tan decisiva en la evolución de su propia narrativa, y la ácida y bienhumorada pesquisa de Julian Barnes en El loro de Flaubert, definida en estas páginas como una obra “inclasificable, lúcida y muy entretenida”, cualidades que podrían extenderse al trabajo de nuestro ensayista en un libro no menos original y también de amenísima lectura. Si el británico diferenciaba entre la puntillosa labor de los detestados expertos y el cálido entusiasmo de los amateurs, inquisiciones como la de Álvarez de la Rosa demuestran que es posible conciliar el rigor del intérprete y la mirada libre del lector apasionado.

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