Proscrita Venus Urania

El franquismo contra Álvaro Retana | Crítica

El estudio de José Martínez Rubio sobre Álvaro Retana, príncipe de la novela erótica, muestra el ensañamiento de la dictadura con uno de los narradores más populares de la anteguerra

Álvaro Retana (Batangas, 1890-Torrejón de Ardoz, 1970) en 1918.
Álvaro Retana (Batangas, 1890-Torrejón de Ardoz, 1970) en 1918.

La ficha

El franquismo contra Álvaro Retana. José Martínez Rubio. Renacimiento. Sevilla, 2024. 404 páginas. 24,90 euros

El Oscar Wilde español, nuestro Petronio, el novelista más guapo del mundo, los elogios propios o ajenos que Álvaro Retana puso en circulación dejan ver su confianza en sí mismo, amparada en el éxito que lo llevó a ser uno de los novelistas más populares de la España de anteguerra en la variedad galante o sicalíptica. No lo hubo más osado y fue su voluntad transgresora lo que lo convirtió en una celebridad, de aires inequívocamente modernos que preludiaban las estrategias publicitarias de tiempos muy posteriores. Su fórmula, no prestigiada pero eficaz, combinaba el retrato del mundo elegante –vinculado al del espectáculo o los bajos fondos– y un cultivo del erotismo decididamente heterodoxo, con amplio espacio para las relaciones venales o las formas del amor que ya en esos años –los veinte fueron su época de esplendor– se atrevía a sugerir su nombre. Más ligero y chispeante que su amigo Antonio de Hoyos y Vinent, un decadentista clásico, y desde luego que los deprimentes herederos del naturalismo, Retana jugó la carta de la ambigüedad y se acogió al subterfugio, tan habitual en los inmoralistas, de condenar los placeres que celebraba, pero era evidente su sensibilidad homoerótica y él mismo afirmaba que sus novelas, presididas por la Venus Urania, estaban basadas en vivencias autobiográficas.

Su desenfadado hedonismo era ajeno a los tonos dolientes de sus predecesores

Más de cien títulos publicados entre 1913 y 1936 dan fe de la prolífica actividad de un autor que al margen de sus oficios de narrador, ensayista, letrista de cuplés, diseñador y figurinista, ejerció hasta su destitución como funcionario del Tribunal de Cuentas. Con su desenfadado hedonismo, ajeno a los tonos dolientes de sus predecesores, Retana inauguró una forma bienhumorada y alegre –estrictamente gay– de encarnar la disidencia. Es el aspecto que suelen celebrar con razón quienes han recuperado su figura desde finales del siglo pasado, sin ahondar en la trayectoria del autor durante los años oscuros de la dictadura. Y esto es justo lo que hace José Martínez Rubio en El franquismo contra Álvaro Retana. En efecto, frente a la mayoría de los trabajos disponibles, Martínez Rubio pone el foco en la tristísima última etapa de Retana, cuando después de salir de la cárcel a finales de los años cuarenta –fue condenado por el cínico cargo habitual de “adhesión a la rebelión”, aunque la sentencia mencionaba el agravante de “perversidad”– intentó en vano retomar su carrera literaria. Ya había conocido la prisión durante la dictadura de Primo y fue expropiado y expulsado de su plaza de funcionario durante la Guerra Civil, pero una carta “de pésimo gusto” –enviada al Servicio de Información Militar de la República en armas, pronto convertido en policía política– donde se ofrecía para guardar bienes religiosos incautados con intenciones sacrílegas, sellaría su destino en la posguerra.

Desde su salida de la cárcel, el escritor experimentó una verdadera posteridad en vida

Retana experimentó a partir de entonces una verdadera posteridad en vida. Su continua lucha contra la censura, que se mostró casi siempre inflexible, es ampliamente documentada por Martínez Rubio que reproduce actas judiciales, informes de lectura y escritos inéditos. No fue el único caso, desde luego, pues junto a los más conocidos figuran en los archivos muchos otros nombres que padecieron de igual manera la represión y el silenciamiento, pero el de Retana demuestra una inquina especial, aplicada a un autor que debieron de considerar irredimible. Lo intentó de mil maneras, pero los custodios de la moral no le perdonaban su pasado escandaloso ni transigían con las justificaciones y veladuras con las que trató de suavizar sus nuevas entregas, muchas veces reelaboradas a partir de textos antiguos. Con razón señalaba que obras no menos licenciosas habían sido aprobadas mientras las suyas, invariablemente calificadas de obscenas, no lograban ver la luz: apenas una quincena larga del más de medio centenar que sometió al juicio de los censores entre 1948 y 1967. Los informes no dejan de señalar al “antiguo escritor pornógrafo” y arremeten asqueados contra su mundo de “hetairas, invertidos y viciosos”.

De este otro Retana postrimero, traza el autor un retrato conmovedor y necesario

Marginado y proscrito, Retana recurrió a uno de sus antiguos seudónimos, Carlos Fortuny, y tras la recuperación de su género predilecto –gracias al gran éxito de El último cuplé (1957) de Juan de Orduña, donde Sara Montiel encarnaba a La Fornarina, a quien Retana, que la había tratado, dedicó un libro también prohibido– empezó a cobrar derechos de autor por sus canciones y pudo publicar obras todavía consultadas como Historia del arte frívolo (1964) o Historia de la canción española (1967). De este otro Retana postrimero, dispuesto a transigir para recobrar la posición, pero sin perdonar a los crueles responsables de su muerte civil, como demuestra su testamento, traza Martínez Rubio un retrato conmovedor y necesario, para que no se olviden –ahora que tanto hablamos de censura– el sectarismo y la mediocridad de la institución franquista.

Ángel de la frivolidad

En El ángel de la frivolidad y su máscara oscura (Pre-Textos, 1999), reivindicó Luis Antonio de Villena la olvidada figura de un escritor que ya había comparecido como personaje –sólo en parte inspirado por Retana– de una de sus novelas de la misma década, Divino (Planeta, 1994), donde se recreaba la vida de los estetas decadentes y los aristócratas libertinos en los años anteriores a la gran tragedia española. Fue el mundo de un narrador que formó parte de la “ola verde” historiada por él mismo, en un ensayo de 1931 donde se servía de la “crítica frívola” para denunciar que muchos otros autores –Trigo, Zamacois, Belda, Insúa o Carrere– habían cultivado el erotismo y sólo él, a su juicio el mejor dotado, había sido condenado por ello, en un curioso y contradictorio ajuste de cuentas que a la vez que condenaba la obsesión por la sexualidad exhibía su condición de “mártir”. Dos novelas tan características de Retana como Las locas de postín (1919) y El fuego de Lesbos (1921) han sido recientemente reunidas por Dos Bigotes con prólogo de Dimas Prychyslyy. Y también en Renacimiento podemos leer El vicio color de rosa (1920), la primera novela española dedicada por entero a la adicción al opio, como ha precisado Villena, en edición de Noël Valis, que ya rescató para el mismo sello la más platónica Serenata del amor triunfante (1929) de Pedro Badanelli. Obras todas pioneras, como las de Hoyos y Vinent o el hispanocubano Hernández-Catá, del perseguido fervor uranista.

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