Llámenlo cultura popular
Periodismo
El semanario ‘The New Yorker’ celebra estos días su centenario como catalizador decisivo de la cultura estadounidense y con una influencia que defiende frente a los tiempos más oscuros
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Harold Ross nació en Aspen, Colorado, en 1892. Hijo de un minero y una maestra, pasó su infancia entre las lecturas de Mark Twain y su vocación de contar historias. A los 14 años colaboraba ya en distintos periódicos y durante la Primera Guerra Mundial sirvió a los EEUU como editor en Europa de la publicación militar Barras y Estrellas. En los años 20 llegó al Nueva York del jazz y el esplendor previo al crack y no tardó en admitir que su vida estaría ligada para siempre a la gran manzana. Conoció a la periodista Jane Grant, con la que se casó y con la se estableció en un humilde apartamento en Hell’s Kitchen, cerca de la Novena Avenida, entonces uno de los enclaves más peligrosos de Manhattan. Ross y Grant pasaron por distintas publicaciones antes de tomar la decisión de fundar la suya propia. El proyecto estuvo a punto de no salir adelante: la noche antes de ingresar en el banco el dinero ahorrado para la puesta en marcha de su revista, Ross se lo jugó todo en una partida de póker. Afortunadamente, no perdió.
The New Yorker nació como un semanario humorístico, sustentado principalmente en las viñetas del ilustrador Rea Irvin, autor de la portada del primer número. En la misma aparecía la figura del popular dandi Eustace Tilley, que quedó inmortalizada al convertirse en el logo representativo de la marca. Aquella primera edición llegó a los quioscos el 17 de febrero de 1925 con una recepción discreta. La acogida, de hecho, no mejoró demasiado con las siguientes entregas: la publicación prometía a sus anunciantes “diversión, ingenio y sátira”, pero en realidad sus páginas contenían misceláneas de difícil conjunción, deslavazadas, sin articular, carentes de una línea editorial firme. La entrada en juego del cronista R. H. Fleischmann como colaborador tampoco hizo mejorar la situación, hasta el punto de que, con una deuda de dos mil dólares (una fortuna en aquella época), Ross y Grant barajaron cerrar la revista el verano del mismo 1925. Todo cambió cuando, dado ya todo por perdido, Ross envió al periodista Marquin James a Tennessee para cubrir el juicio a John Scopes, un profesor de educación física que había explicado a sus alumnos la evolución de las especies a través de textos de Charles Darwin, un delito penado por la Ley Butler (Scope fue finalmente condenado a pagar una multa de cien dólares). Desde entonces, The New Yorker encontró su identidad en la crónica periodística más valiente, capaz de generar corrientes de opinión más críticas y formadas. La jugada obtuvo, ahora sí, la entusiasta respuesta de lectores que encontraron en la revista un signo de distinción. Al mismo tiempo, sin embargo (Ross desconfiaba de las presuntas publicaciones influyentes a las que llamaba de forma peyorativa “importantes”), The New Yorker se mantuvo fiel a una cierta idea de cultura popular a través del humor gráfico y un ingrediente que, especialmente a partir de los años 50, ya tras la muerte de Harold Ross, terminaría por hacer reconocible la revista por encima, tal vez, de cualquier otro: los relatos de ficción.
Mary McCarthy, Vladimir Nabokov, John Cheever y John Updike figuraron entre los primeros autores que publicaron sus relatos en The New Yorker. A partir de aquí, el escaparate de autores sirvió de catalizador a la cultura estadounidense y consolidó de paso la narrativa breve como género predilecto entre cientos de miles de lectores: Susan Sontag, E. L. Doctorow, Norman Mailer, Julian Barnes, Joan Didion, Ernest Hemingway, Kurt Vonnegut, Shirley Jackson, Woody Allen, Anne Sexton, Elizabeth Bishop, Raymond Carver, J. D. Salinger y tantos otros firmaron sus historias en The New Yorker, mientras Truman Capote y Tom Wolfe inventaban en sus páginas el nuevo periodismo. La crítica literaria y los artículos sobre los estilos de vida neoyorquinos completaban una fórmula maestra que insistía en el equilibrio entre la distinción y lo popular ya desde sus portadas. Ilustradores como Art Spiegelman, Robert Crumb, Saul Steinberg, Jean-Jaques Sempé y Malika Favre pusieron su arte al servicio de portadas icónicas, menester al que también han contribuido en los últimos años artistas españoles como Javier Mariscal (quien firma precisamente una de las distintas portadas con las que ha salido estos días a la calle el número especial por el centenario de The New Yorker), Ana Juan y el granadino Sergio García Sánchez.
Entre los hitos periodísticos de la revista, imposibles de enumerar, cabría destacar crónicas históricas como las de la liberación de Francia en la Segunda Guerra Mundial de A. J. Liebling, las de las consecuencias terribles del bombardeo de Hiroshima a cargo de John Hersey (una cima del género publicada en 1946 e impactante todavía hoy), las del juicio celebrado en Jerusalén en 1963 contra el nazi Adolf Eichmann que publicó la filósofa Hannah Arendt y las que en los últimos meses han arrojado luz sobre la masacre en Gaza y el nombramiento presidencial de Donald Trump tras su procesamiento judicial. La polémica ha sido otra compañera de baile habitual de The New Yorker, como la que suscitó en 2008 la ilustración creada por Barry Blitt para la portada en la que comparecían Barack Obama caracterizado con turbante y chilaba y Michelle Obama con el pelo afro y un rifle de asalto frente a un retrato de Osama Bin Laden. Eso sí, The New Yorker se anticipó casi un siglo a la lucha contra las fake news: después de una primera amenaza de denuncia por una información irregular publicada en 1927, la revista contrató a sus primeros verificadores de hechos. En la actualidad cuenta con dieciséis en su redacción.
En el siglo XXI, la edición digital de The New Yorker ha facilitado su consumo para millones de lectores en todo el mundo, aunque sus ejemplares de papel siguen llegando a los quioscos neoyorquinos cada semana. Llámenlo cultura popular. También en los tiempos más oscuros.
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