Madame Tussaud: humo, espejos y sangre

el pastillero

Conocedora de su público, y con alma de feriante suma, Marie Grosholtz forjó su fama a partir de su experiencia realizando máscaras mortuorias en la Revolución francesa: una circunstancia que, como otras en su vida, pudo muy bien ser inventada

Vigée Lebrun: dibujante de María Antonieta y socialité de un mundo en llamas

Ilustración de Edward Carey para la novela 'Little', de la que Marie Tussaud es protagonista. / E.C.

COMO Vigée Lebrun, madame Tussaud murió de vieja, escapó de la Revolución francesa y de un marido que la esquilmaba.Pero su afán estaba, digamos, en las antípodas de hacer óleos al pastel de la realeza. A diferencia de Vigée Lebrun –famosísima en su época, menos en la actualidad–, el nombre de madame Tussaud atravesó los siglos para convertirse en una empresa. Ni muerta dejó de ser una máquina de hacer dinero.

Madame Tussaud comenzó a serlo cuando aún se apellidaba Grosholtz, respondía al nombre de Marie y era la hija menor de la asistenta de Phillipe Curtius. Físico (médico) de profesión, este terminó adquiriendo fama por su habilidad para realizar moldes anatómicos de cera. A un noble italiano, el príncipe de Conti, le llamaron poderosamente la atención estas criaturas moldeables, y le ofreció a Curtius un mecenazgo que le permitió abrir un ‘gabinete de cera’ en París. 

Aquí, en estos primeros capítulos y con la pequeña Marie como discípula, es cuando la biografía de madame Tussaud –relatada por ella misma– empieza a volar. Las tertulias que organizaba Curtius en París –recuerda Tussaud–, se nutrían de las visitas de Voltaire, Rousseau, Franklin y La Fayette. El rostro de Voltaire fue, de hecho, el primer modelo en cera que Marie Grosholtz mostró al público. 

Que las mentes más brillantes del XVIII se reunieran alrededor de una mesa mientras la madre de madame Tussaud (licencia) servía café y ella escuchaba con atención es, con todo, de las escenas más creíbles que nuestra protagonista describe en sus memorias. Tussaud debió pensar que, frente al pantagruélico marco histórico que le tocó vivir, su existencia no podía quedarse atrás. Y así, afirmaba haber dado clases a la hermana de Luis XVI, Élisabeth, en 1780, y haber vivido en Versalles: una afirmación atrevida, ya que no sólo no hay documentación que lo corrobore, sino que ni siquiera la retratista oficial de la reina (Vigée Lebrun) vivía en palacio. Eso no impidió a Tussaud detallar, no ya las maravillas, sino la agenda que se seguía en Versalles. Así, la hermana del rey francés se levantaba “a las seis y cabalgaba durante una o dos horas, después de desayunar, bordaba, cosía, escribía y, a veces, tocaba el clavicordio”. 

Aun siendo volandero, el testimonio de Tussaud es uno de los más cercanos que tenemos a la hora de calibrar el ambiente de la Francia revolucionaria, explayándose incluso en detalles de la fisonomía de los grandes nombres del momento, o en su forma de vestir. 

Por lo que fuera, según dictan sus Memorias, Curtius consideró altamente conveniente sacar a su protegida del palacio real en 1789. Tussaud relata profusamente los episodios más significativos del periodo revolucionario. Sabemos que el taller de Curtius realizó las efigies de dos de las primeras víctimas del furor, Necker y el Duque de Orleans, cuyas cabezas en cera fueron paseadas en picas por la multitud.

Como la mayor parte de los habitantes de París, la joven Marie visitó la Bastilla una vez fue liberada –ver en directo los instrumentos de tortura y las jaulas con esqueletos era demasiado apetecible–. Tussaud cuenta la historia de un prisionero, Comte de Jorge, que había estado encerrado treinta años. “Habiendo perdido el interés por el mundo, y con todos sus familiares y amigos muertos, no mostraba apego ni consideración por los asuntos de esta vida, así que suplicó ser devuelto a prisión, aunque le procuraron condiciones más confortables, y allí murió un par de semanas después de su liberación”. 

ROBESPIERRE, MARAT, JOSEFINA BONAPARTE

Pero hasta aquí llega también lo medianamente plausible en su discurso, pues estando a punto de caer escaleras abajo, ¿quién la recogió? ¡Robespierre! ¿Quién realizó in situ, aun con la asesina en la sala, la máscara de Marat? Ella misma, por supuesto. ¿Quién sostuvo en su regazo, presumiblemente, las cabezas cortadas del Capeto y María Antonieta para realizarles sendas máscaras mortuorias? La intrépida Marie, desde luego –aunque nunca se exhibieron–. Pero aún hay más: cuando la joven y su madre ingresaron en la prisión de La Force, por partidarias de la Corona, ¿quién compartía celda con ellas? ¿Quién? ¿Lo adivinan? La futura Josefina Bonaparte, vive Dios. 

Entenderán que, para sus coetáneos, según su propio testimonio y sus efigies de decapitados, madame Tussaud era un fenómeno. Gran parte de su fama, y de su biografía, se levanta sobre el dato de que, dadas sus habilidades –con Curtius enrolado en la milicia urbana y, más tarde, en el ejército–, los revolucionarios usaban sus servicios para realizar máscaras mortuorias de aquellos a los que habían eliminado. Así, además de los reyes franceses, entre los inmortalizados por Tussaud estaban nombres como la princesa de Lambelle o el propio Robespierre. En la época espídica de la guillotina, testimoniar a quién se había liquidado podía llegar a ser complicado –eso contaría ella misma en los folletos ingleses de su espectáculo, pero tampoco hay pruebas de que la Asamblea Nacional le hubiera hecho esos encargos–. 

"UN PAÍS EMPOBRECIDO, CON CAMPESINOS AL LÍMITE"

Aun así, incluso en su delirante testimonio, Tussaud mostraba una toma a tierra mucho más potente que la de Vigée Lebrun. Al otro lado del ambiente feérico de Versalles, cuenta, “había un país empobrecido, con campesinos al límite entre privaciones y miseria, con gente tan oprimida y asfixiada con los impuestos que el que cultivaba la tierra apenas podía, a partir de su propio trabajo, obtener un medio de subsistencia raquítico”. Y de todo esto, reflexionaba, apenas se percataban en palacio, “como si los cortesanos hicieran todo lo posible por mantener al rey ignorante del sentir democrático de la nación”. 

Indica Tussaud, por ejemplo, que aunque ha pasado a la historia que los ciudadanos guardaban silencio conforme el carruaje de la familia recorría el territorio francés, tras su intento de huida, en realidad “se les abucheó en muchos de los lugares que atravesaron, y cuando llegaron a París fueron recibidos con gritos de desaprobación entre el populacho”. 

Curtius y su joven aprendiz podían haberse hecho un nombre, en un principio, plasmando la gloria de aristócratas y prebostes, pero no tuvieron empacho en seguir haciendo lo propio una vez estos pasaban por el cadalso. Hay un matiz: mientras los ajusticiados por la revolución fueron reproducidos con dignidad en las exhibiciones de Tussaud, los revolucionarios bastante tenían con aparecer con sus cabezas flotando. Curtius, de hecho, llegó a formar parte de la facción jacobina: siempre admitió ante Marie y su madre ser un monárquico de corazón, pero “declararse así, proclamaba, no le serviría al rey de lo más mínimo, ni tampoco alteraría su destino”.

Al terminar el periodo revolucionario, Marie Tussaud consiguió escapar de Francia, puso pie en Inglaterra y allí permaneció hasta su muerte, en 1850. No volvió a pisar suelo francés. Antes de establecerse con su museo de cera en Baker Street, recorrió el Reino Unido durante 33 años con su espectáculo itinerante de rostros famosos y cabezas cortadas. Una fantástica colección de humo, espejos y sangre. 

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