La mujer que ahogó a Zelda

Aupada y destruida por sus propias carencias, el que es uno de los iconos más famosos del siglo XX ha pasado a la historia como símbolo del "juguete roto"

Pilar Vera / Cádiz

05 de agosto 2012 - 05:00

Podemos decir que lo consiguió. Hizo uso y abuso de su condición de víctima y, al cabo, así es como ha pasado a la historia: el símbolo perfecto del juguete roto. Dolorosa carne de perro, como los caballos con soga al cuello de Vidas rebeldes.

Se sabe que la que estaba llamada a ser icono del siglo disfrutó de una mala salud tan antológica como autopropiciada y que sufrió, a lo largo de su vida, varias intervenciones. Tuvo, de seguro, más de doce abortos -naturales y provocados-, padecía de endometriosis severa y le extirparon la vesícula. Probablemente padecía algún tipo de trastorno de bipolar y de insomnio crónico. Pero lo más grave de todo es que sufría de una bulimia emocional feroz y fagocitadora.

Quizá la mejor definición de la Monroe la diera el dramaturgo Arthur Miller, al concluir que en Marilyn habían confluido dos casos extremos de patología (por parte de la actriz) y consumo despiadado (por parte del sistema).

Con tantas carencias como es posible acumular -hija de una (muy) desquiciada madre soltera, Norma Jean Baker terminó en una casa de acogida cuando aún no había cumplido los diez años- y con un cuerpo del que, seguramente, no sabía muy bien cómo disponer, miss Sueños Dorados descubrió muy pronto cómo granjearse la atención y el "afecto" de la práctica totalidad de los hombres heterosexuales, algunos homosexuales y no pocas lesbianas. Resulta más fácil decir con quién no se acostó que recitar su extenso carné de baile.

Cuando un hombre la rechazaba o le mostraba indiferencia, se mostraba incapaz de entenderlo. Y hubo pocos casos, pero los hubo. Lawrence Olivier la despreciaba abiertamente. Consiguió que Billy Wilder, que al principio sentía una suerte de compasión por ella, la detestara. Y la cama no bastó para que Tony Curtis y John Huston terminaran aborreciéndola.

De tanto en tanto, en alguna de las miles de imágenes que han llegado hasta nosotros, se distingue en su cara un gesto ansioso e inconfundible: "¿Me miras? ¿Me estás mirando?". Una vez acaparada la atención, la gran bulímica emocional que era Norma Jean se transformaba en Marilyn, una criatura deliciosa, juguetona y complaciente - "Ven conmigo, ¿me ves, me ves? Te puedo querer taaanto"-. Por supuesto que se enamoró de John Kennedy: sólo el Príncipe Absoluto, un rey Arturo encarnado, podía "restaurarla" en la última y definitiva versión de Cenicienta que sentía que el Universo, de alguna forma, le debía.

Es curioso comprobar cómo sus dos mayores hitos en la pantalla -la famosa escena de la rejilla del Metro y el final del rodaje de Vidas rebeldes, su papel más logrado- coinciden con el descalabro de sus dos últimos matrimonios. Tras rodar el metraje más codiciado de La tentación vive arriba, a Norma Jean le esperaba una bonita paliza de manos del bateador DiMaggio. Y firmó los papeles del divorcio de Arthur Miller tras la última toma en la película de John Huston.

Cada uno en su estilo, ambos hombres fueron víctimas de un inefable redencionismo. Joe DiMaggio, en un guión que pudiera haber protagonizado John Wayne, creyó que podría repetir el esquema de la pobre zorrona redimida por el tipo de buen corazón. Arthur Miller ejerció un papel más al estilo Pigmalión: como figura paternal y providencial mentor y guía.

Es curioso constatar que apenas hay, entre las millares de imágenes de Marilyn, alguna que denote ira o dominio: sólo en una curiosa caracterización como Theda Bara. Ni su enajenación ni su cliché podían permitírselo -"¡Si me enfado, dejarán de quererme!"-.

Con tales mimbres, es un milagro pretender que Norma Jean hubiera optado por hacer de Marilyn otra Mae West. Pero qué distinto hubiera sido todo de haberlo hecho. Podría haber escogido rescatar a Zelda Zonk -el nombre tras el que se enfundaba en su vida "secreta", aquella mujer insignificante con gafas y pañuelo a la cabeza-. Norma Jean no era estúpida pero no tenía el carácter ni la educación de una Katherine Hepburn o una Grace Kelly, autónomas y capaces de doblarse ante la adversidad como cañas de bambú, my friend. Ni la inteligencia de una Hedy Lamarr o de una Bette Davis, que pudieron poner pie en pared a tiempo o nadar y guardar la ropa con zarpa de loba. Tampoco tenía la independencia de la Dietrich o de la Garbo, desafectadas del afecto que pudiera brindarles el mundo. O la fuerza de una Ava Gardner, que muy bien podría haber firmado las palabras que salen de su boca en Blonde: "Marilyn quería que la reconocieran como a una gran actriz y que la quisieran como una niña. Evidentemente, no se pueden tener las dos cosas. Hay que elegir cuál se desea más. Yo no me quedo con ninguna".

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