Cuando la nieve llegaba a Cádiz en burro
el pastillero
Ausente en el litoral gaditano, el helado elemento era, sin embargo, indispensable para los mercados de abastos
Durante siglos, toda la provincia se sirvió para ello del hielo que venía de la sierra de Grazalema: un bien que tenía condición de artículo de lujo
Lo que el pinsapo me contó: historias en torno al abeto de la sierra de Cádiz
En Cádiz, como en Macondo, la nieve tiene condición ultraterrena. Ante su aparición, la única reacción posible sería la que tuvo García Márquez cuando la vio por primera vez en París: saltar y correr como un loco. “La nieve, vista tan sólo en los grabados de los cuentos de Grimm –relataba al contar la anécdota Plinio Apuleyo Mendoza–, pertenecía al mundo de las hadas, de los duendes, de los gnomos, de los castillos de azúcar en el bosque”.
A esta latitud y a nivel del mar, la nieve es casi un imposible. Apenas cuajó en la nevada que hizo que Pemán escribiera su Nieve en Cádiz; como tampoco lo haría en la siguiente, mediado el siglo XX. En la mayor parte de la provincia, la nieve ha tenido condición de elemento extraño y dispondrá de un aura casi mágica, pero no por ello ha dejado de ser un bien fundamental: los mercados, por ejemplo, no podían funcionar sin hielo.
José Manuel Astillero Ramos y Juan Clavero Salvador repasan en uno de los capítulos de Historia del pinsapar de la sierra del Pinar (La Serranía) cómo nos las maravillábamos para conseguir hielo desde el único lugar de la provincia en el que la nieve hacía aparición. El título –que está llamado a convertirse en un referente sobre el entorno de Grazalema y su modo de vida– responde a una querencia de los autores por el lugar y a un lustro de investigación, en legajo y sangre. Así es como encontraron, por ejemplo, la Real Cédula concedida al duque de Arcos en 1638, que confirmaba la licencia del ducado sobre los cuatro pozos de nieve que ya había fabricado años antes en la sierra del Pinar. En el siglo XVII–apuntan Clavero Salvador y Astillero Ramos–, Grazalema era el “principal centro de producción y almacenamiento de nieve de las sierras de Andalucía occidental”.
La nieve, como cualquier otro fenómeno meteorológico, hacía generoso acto de presencia algunos años y otros casi pasaba de largo. La sed de nieve entre la población, sin embargo, era una constante: en 1751, las actas del cabildo de Arcos recogían que la nieve almacenada en los pozos se había agotado “ante el gran consumo de este producto en las ciudades de Cádiz, El Puerto y otras”. Entre ellas, Arcos, donde se usaba de forma preferencial en el cuidado de enfermos.
Para que la nieve llegara hasta el mar había que recolectarla, rastrillando el suelo nevado y dando forma a bolas que se echaban a los pozos, “donde se apisonaba para posibilitar su conservación”, cuentan en Historia del pinsapar de la sierra del Pinar.Se trataba de la cosecha más jugosa del invierno: durante gran parte de los siglos XVII y XVIII, la libra de nieve se mantuvo en 40 maravedíes, pero llegaría a pagarse a 120. Unos precios que la convertían en lo que hoy sería un producto de lujo, casi imposible de asumir por la gran mayoría de la población. De hecho, los ayuntamientos llegaban a subvencionarla, e incluso se dieron conflictos entre consistorios a la hora de permitir o no el paso de un cargamento hacia otra localidad.
Una vez alcanzaba su destino, el hielo se conservaba en “neveros” de los cuales quedan testimonios, o bien documentales; o bien de nomenclátor:en la capital gaditana, la plaza de los Pozos de la Nieve (actual plaza Argüelles) conserva aún bajo el suelo las estructuras de almacenaje.
Había una “temporada de hielo” que no estaba dictada, precisamente, por el frío y que solía durar unos 100 días, cubriendo los meses de más calor:“ En Sevilla, Sevilla, Cádiz, Jerez y Arcos, entre otras ciudades, se ajustaba al verano, pero dependía de las altas temperaturas que se adelantara o retrasara su comienzo respecto al día del Corpus Christi, su fecha oficial de inicio”, añaden los autores. El periodo solía terminar a principios de octubre, pero podía igualmente prolongarse hasta finales de noviembre.
Y, así como existía una temporada de hielo, se contaba con una unidad de medida: la carga de nieve, cuyo equivalente podía rondar los 100 kilos, aunque todo dependiera de la capacidad del animal que los transportaba –un trayecto que solía efectuarse de noche–. Los bloques de hielo habían de ir bien embalados, algo que se conseguía metiéndolos en capazos de esparto, “a veces impermeabilizados con cera, bien envueltos con paja, hoja y hierba”. Y es que la nieve podía ejercer de artículo preciado en el litoral gaditano; servir de alivio para los enfermos y de capricho, hecho sorbete, para las mejores gentes de bien de todas las gentes de bien. Pero llegar, a Cádiz llegaba, de siempre, a lomos de un burro y anunciada por una campanilla.
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