La orgía perpetua

Muere Vargas Llosa

Con Vargas Llosa se va el último de los representantes mayores del ‘boom’, autor de una obra narrativa ineludible, prosista exquisito y lúcido intérprete de las ficciones ajenas.

El año que España ganó dos veces el Mundial

Mario Vargas Llosa, en su ingreso en la Academia Francesa en 2023.
Mario Vargas Llosa, en su ingreso en la Academia Francesa en 2023. / Teresa Suárez / Efe

Pocos comienzos hay tan fulgurantes, en la historia de las literaturas hispánicas, como el protagonizado por Mario Vargas Llosa cuando encadenó en sólo seis años tres novelas que deslumbraron en su momento –el de la eclosión que recibiría el expresivo nombre de boom– y pueden seguir siendo calificadas como tempranas obras maestras, las más experimentales de un itinerario, inaugurado en la primera veintena por el relato Los jefes (1957), que daría otras en muy distintos registros: La ciudad y los perros (1963), La casa verde (1966) y Conversación en La Catedral (1969), base del prestigio que situó al formidable autor de Arequipa, junto a García Márquez o Cortázar, en la vanguardia de la generación que revolucionó la prosa narrativa en lengua española. Muchas veces se ha dicho que desde entonces, el genio de don Mario no volvió a producir obras de ambición semejante, una apreciación evidentemente errónea que revela la pereza o los prejuicios de los lectores que se quedaron anclados en una visión estrecha del compromiso sartreano, cuando es el propio escritor, que nunca rehuyó ningún debate público, quien mejor ha representado la figura del intelectual expuesto a los rigores de la intemperie.

Ya en su juventud, la minuciosa consagración de Varguitas a la literatura tuvo algo de sacerdocio, el de un escritor entregado por completo al oficio que tampoco evitó, como decimos, el ingrato posicionamiento en cuestiones no literarias, donde al margen de la afinidad que sintamos hacia los postulados liberales –su definitivo abandono de los ensueños revolucionarios tuvo lugar tras el vergonzoso caso Padilla, pero ya antes había dejado muestras de su distanciamiento de la dictadura cubana– puede afirmarse que fue siempre por derecho. Con la publicación de la desopilante Pantaleón y las visitadoras (1973), que señala el tránsito hacia una manera menos rupturista pero más libre, se intensifican el humor y el erotismo, alternados con la caricatura en La tía Julia y el escribidor (1977), parcialmente autobiográfica. Son obras por lo general menos celebradas, pero igualmente valiosas, como lo serán en la siguiente década La guerra del fin del mundo (1981), un fresco de dimensiones colosales, o incluso Elogio de la madrastra (1988), con su implícita defensa de la sensualidad que tiene siempre en Vargas un componente moral, opuesto a la mortificante idea –tan cara a los predicadores– de la vida como valle de lágrimas.

El peruano fue no sólo un gran narrador y un orfebre del estilo, sino también un gran novelista, que no es lo mismo o no siempre es cualidad que coincida con las primeras. Volvió a demostrarlo en obras que tampoco han tenido el mismo reconocimiento que otras, Historia de Mayta (1984) y Lituma en los Andes (1993), siendo ambas perfectos engranajes que sirven a la impugnación de la violencia ideológica y los impulsos redentores de la “utopía arcaica”. En los umbrales del siglo, esta vez sí reconocida desde el principio como una obra excepcional, La fiesta del Chivo (2000) llevó a la cumbre el género, tan nuestro, de la novela de dictador, siendo tal vez la más impresionante de todas las que han reflejado la siniestra mezcla de horror y arbitrariedad que caracteriza a los regímenes despóticos, en consonancia con la alergia del autor a cualquier forma de autoritarismo. Ya en el último tramo del camino, Vargas aún publicaría dos novelas que destacan entre las últimas, la conmovedora El paraíso en la otra esquina (2003), con su brillante contraposición de las figuras de Gauguin y Flora Tristán, y la infravalorada El sueño del celta (2010), donde relató los atroces crímenes del colonialismo en el Congo y la Amazonía.

El peruano fue no sólo un gran narrador y un orfebre del estilo, sino también un gran novelista

El fabulador fue además un crítico excelente, como lo fueron Borges o Paz, y también en este terreno ha dejado obras admirables como la que dedicó a su venerado Flaubert, La orgía perpetua, fundamental en su ideario no sólo estético, o las que tratan del Tirant o Hugo, sin olvidar las que abordan el deicidio perpetrado por su examigo y antagonista Gabo o el personalísimo mundo de Onetti, así como el jubiloso centón de ensayos recogidos en La verdad de las mentiras, uno de los libros más estimulantes que hemos leído en su género. Afrancesado y anglófilo, pese a su saludable cosmopolitismo y su proyección internacional, Vargas ejerció como genuino latinoamericano, amante de su país natal, de su segunda patria española y de la calumniada hispanidad, aun desde una conciencia crítica, bien consciente de nuestras carencias históricas, que no dejó de condenar la maldita estirpe de los caudillos. En la hora de su muerte, se impone despedirlo con alegría, haciendo honor a la fecunda trayectoria de un hombre que se dio por entero a la literatura, y también con gratitud, por habernos invitado a participar en la orgía perpetua de su obra –su prosa es una fiesta que nos sigue– y a comprender que las libres invenciones, lejos de alejarnos de la vida, la extienden y completan y nos permiten ser otros.

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