De la oscuridad a la luz
John Tresch dibuja una biografía que pone en valor los profundos intereses de Edgar Allan Poe por la ciencia
La ficha
'La razón de la oscuridad de la noche'. John Tresch. Traducción de Damià Alou. Anagrama, 2025. 528 páginas. 29,90 euros
A principios de 1848, un año antes de su muerte, Edgar Allan Poe se persona en las oficinas de la editorial Wiley & Putnam de Nueva York. El editor, George P. Putnam, que dejaría luego constancia de dicho encuentro, describe al hombre al que acaba de recibir como menudo, bien parecido, con algo de desaliño oscureciendo los rasgos del rostro y, sobre todo, la inteligencia nocturna que se adivina en su mirada: el recién llegado trae consigo un bulto envuelto en papel de estraza sobre el que, después de depositarlo en la mesa, no cesa de acumular alusiones y circunloquios. En un primer momento, el señor Putnam se muestra encantado y lleno de curiosidad por tener ante sí al autor de El cuervo y El escarabajo de oro, pero pronto el interés deja paso a la perplejidad, y luego a la duda: no sabe si el señor Poe está del todo en sus cabales. Pues el hombrecillo del bigote (ya es esa cabeza turbia, melancólica y contundente que inmortalizarán los daguerrotipos) le trae, dice, una obra cuya importancia supera en la historia de la humanidad a la de la formulación de la mismísima teoría de la gravedad, un hito incomparable en el devenir de las letras universales que exigirá una primera tirada de, digamos, un millón de copias: Putnam las dejó en 750. La obra era Eureka, el último ensayo de Poe. En él se desentrañan los misterios más profundos del universo desde su creación, se despliegan las leyes maestras del crecimiento de las galaxias, se explica didácticamente la verdadera naturaleza de la gravitación y, en fin, se nos hace saber que el cosmos material es sólo uno con el del espíritu. Poe recibió por él 14 dólares y un aluvión de críticas que acabó por precipitar del todo su reputación de lunático y difícil, un escritor de talento sin rumbo, incapaz de integrarse en la buena sociedad de las letras del momento; el resto fue una larga y dolorosa borrachera hasta el fin.
Otra cosa que hace Poe en su Eureka, hoy día saludada como una incursión visionaria en la cosmología que adelanta conceptos como el del Big Bang, es ofrecer la primera explicación satisfactoria de la paradoja de Olbers, que también obsesionó a Kant y a Kepler: si la velocidad de la luz es infinita, igual que el espacio por el que viaja, ¿por qué no llega simultáneamente a la Tierra el brillo de todas las estrellas, aun las más alejadas, que la rodean? Esto es: ¿por qué el cielo de la noche es negro, y no resplandeciente? Al dar con la solución correcta (que las distancias más remotas del cielo son también distancias remotas en el tiempo, y que por tanto la negrura del fondo del espacio es también la del inicio de los tiempos), Poe explicó la razón de la oscuridad de la noche, y dio a John Tresch un motivo para titular el excelentísimo ensayo que reseñamos hoy: un epígrafe que evoca, de manera conjunta, las dos grandes tinieblas a las que el poeta dedicó su vida y su trabajo, la de las leyes naturales y las del alma humana.
Sobre Poe disponíamos ya de diversas biografías sólidas y bien documentadas, sin entrar en biopics o novelas de supermercado disfrazadas de semblanza. Si bien la de A. B. Quinn sigue siendo la referencia obligada para el interesado, que también tiene a su disposición el abrumador caudal documental de la Edgar Allan Poe Society de Baltimore (todo en eapoe.org), la imagen del bostoniano sigue arrastrando el famoso retrato de Marie Bonaparte (que repite, de otro modo, las mitologías de Baudelaire y el malvado Rufus Griswold): temperamento inestable, acosado por el fantasma de su madre muerta, dotado de una lucidez extraordinaria y una genialidad cuyos impulsos, al no verse satisfechos, le condujeron a la autodestrucción (“el demonio de la perversidad”) y el alcoholismo. Este perfil, inspirado en los protagonistas de sus más celebradas fantasías góticas (Roderick Usher, Gordon Pym, los anónimos desquiciados de El corazón delator o El gato negro), hace a Poe un habitante de la oscuridad, entregado a los cantos de sirena de la noche, el sueño y la sinrazón, apóstol de lo inexplicable en un mundo, el del siglo XIX, entregado a la inercia del progreso positivista. Tresch viene a matizar dicho retrato y a añadir un par de piezas que faltaban en el conjunto o estaban mal colocadas: Poe podía ser un místico a veces, pero era también un científico.
De los muchísimos méritos que cabe atribuir a este libro, casi 500 páginas de análisis, desmentidos y revelaciones, quiero destacar fundamentalmente dos. El primero es el de sacudir definitivamente esa visión llena de polillas del Poe maldito, borracho, víctima de sus visiones, incomprendido en un orbe utilitarista y zafio, para, aprovechando la labor de muchos estudiosos que se han acercado a su figura en los últimos años, restituirle su posición original en el panorama cultural y literario de su tiempo. Así aprendemos que el famoso responsable de El cuervo o El escarabajo de oro (por saludarle igual que el editor Putnam) era reconocido como uno de los mayores escritores norteamericanos de su día, y que su labor crítica, poética y, en último lugar, narrativa, era admirada y temida por todos los lectores de revistas de la antigua Unión. Que, lejos de llegar a ellas a través de trances abracadabrantes o los efluvios del opio, las tramas de sus principales relatos le fueron sugeridas por la intención, fría y deliberada, casi científica, de componer piezas para el gran público, que le otorgaran a la vez popularidad y dividendos. Que, además (quizá sobre todo, opina Tresch) del Poe lírico y terrorífico, está previamente ese, el científico: un divulgador de fuste, perfectamente informado, al tanto de las innovaciones más recientes, dispuesto a explotar en sus textos las paradojas con que la nueva ciencia desafiaba el sentido común de su época, autor (y fue el libro del que vendió más ejemplares mientras vivió) de un best seller dedicado al estudio de los moluscos que no figura en ninguna antología de sus obras, The Conchologist’s First Book.
El otro logro de Tresch: enlazar la trayectoria de Poe con la evolución, lenta, dramática y llena de socavones, de la ciencia en el país contradictorio que le vio nacer. A la vez que el hombrecito del bigote salta de cabecera en cabecera y se busca la vida entre altibajos en Philadelphia, Nueva York y Boston, nos es dado asistir a los balbuceos del Instituto Tecnológico de Massachussets y al combate denodado de Joseph Henry o Alexander Dallas Bache, adalides del método científico, contra los farsantes de toda laya que por entonces llenaban las academias norteamericanas y embaucaban al público con linternas mágicas, cartas frenológicas, autómatas prodigiosos y tendidos de circo. Un panorama, este de los farsantes, que, ay, tampoco ha variado demasiado en los casi dos siglos transcurridos desde entonces.
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