El pintor del espíritu alemán

La ficha
'La magia del silencio'. Florian Illies. Traducción de Carlos Fortea. Salamandra, 2025. 240 páginas. 22,80 euros.
No es en absoluto azaroso que el cuadro que aparece en la portada de La magia del silencio sirviera ya de portal en su día a un estudio pormenorizado del movimiento romántico y sus vínculos con la idiosincrasia germánica, el muy recomendable Romanticismo, una odisea del espíritu alemán, de Rüdiger Safranski (2009 en la edición española de Tusquets). La asociación parece inevitable: nadie como este taciturno artista pomeranio supo captar esa esencia del alma nórdica, tan explotada luego por los nacionalistas, que ilustran abundantemente sus bosques nocturnos, navíos que se deshacen en la distancia, ruinas ominosas en campos de nieve, cumbres y nieblas. El pintor es Caspar David Friedrich, y el cuadro de la portada, que se llama En el velero, se encuentra hoy en el Ermitage de San Petersburgo, hasta donde llegó después de que el zar Nicolás I lo comprara en el mismo taller del autor para consolar a una esposa melancólica. No era mal regalo: el propio Friedrich se representó en la escena de la mano de su esposa Line, veinte años más joven que él, en la proa de un barco que apunta hacia el futuro, hacia una ciudad turbia que esconde el futuro, y ese futuro es incertidumbre pero también esperanza, un orbe de cosas borrosas que hacen equilibrio en la hilera del horizonte, no sólo conyugal.
Florian Illies elige esta obra de Friedrich como emblema de la vida de su protagonista, como el misterioso resumen de su existencia toda, y, aparte de la portada, le concede el honor de un capítulo preliminar: quizá ella, mejor que ninguna otra, sintetiza la labor del artista y nos ofrece una aproximación comprensiva a cuanto implica, a la sensación de trascendencia, el uso de la figura, el color y la forma para ir más allá de ellos (era famosa su ineptitud para retratar personas, de donde sus cuadros casi despoblados o el que todos los personajes aparezcan siempre de espaldas) en busca de un estrato de significado oculto que se entrevé en algún otro lado. En el velero supera, como suelen hacerlo todos los paisajes de Friedrich, la mera anécdota visual para abrirse al símbolo: la singladura, el puerto, la aurora, la pareja en la quilla y los pináculos desdibujados en lontananza son objetos camuflados, quizá inefables, a los que el pincel concede el instante efímero de la revelación.
De Illies conocíamos ya una interesante tentativa de ensayo coral (o de álbum de estampas) llamado 1913 (en España lo publicó Salamandra en 2013), donde, con la excusa de la fecha del título, se nos ofrecía una caótica serie de instantáneas donde se codeaban Sigmund Freud, las vanguardias, Hitler y Stalin, Charlie Chaplin y Thomas Mann, metidos todos en la batidora para dejar en el lector una grata sensación de exhaustividad y de mareo. Esa técnica prismática, de alternancia de protagonistas, espacios y puntos de vista, es retomada en este La magia del silencio, si bien con una orientación distinta: lo que en el anterior libro trataba de ser un corte sincrónico, una mirada vertical a la historia de Europa en un momento crucial de su desarrollo (los prolegómenos a la Gran Guerra, el Mundo de ayer de Zweig), es aquí más bien diacronía, la verticalidad de una vida que, extendiéndose después por los afluentes de sus descendientes, su legado, sus devotos y enemigos, explica las metamorfosis del arte de la pintura en los dos últimos siglos. En este caso, el pretexto es la vida, ejemplar y extraña, de C. D. Friedrich.
Como se dejará comprender por lo que acabo de contar, Illies no ofrece una biografía al uso, empezando por el recurso fácil a la linealidad. Al contrario: en vez del calendario y la cronología, la ordenación de los acontecimientos, anécdotas, cuadros, triunfos y tragedias sigue un esquema temático, organizado (porque alguno había que elegir) en torno a los cuatro elementos clásicos, agua, tierra, aire y fuego, presentes de alguna manera en la mayoría de las obras y de las peripecias vitales de Friedrich. Un pintor que, por lo demás, será seguramente conocido de la mayoría del público, pero sobre el que cabe todavía aprender detalles sorprendentes, como el haber inspirado el Bambi de Walt Disney (que chiflaba a Hitler) o la negrísima poesía del Nosferatu de Murnau. Admirado en vida por los románticos más recalcitrantes (aunque a Goethe, siempre tan escultórico, le ponía nervioso su misticismo), apreciado por las cortes y sus compañeros de profesión, la rudeza marinera de su origen le impidió sin embargo alcanzar puestos de influencia en la academia, y cuando murió, ya casi a la mitad del siglo XIX, estaba prácticamente perdido en el olvido. Fue sólo poco antes de esa Gran Guerra que sus obras volvieron a ser exhumadas del polvo de los sótanos para, desde entonces, ocupar un puesto prominente en la cultura europea, del que dan fe los numerosos robos, plagios, extravíos y avatares en general que han protagonizado, y de los que este libro da detallada cuenta sin perder el paso.
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