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Los puentes de Ivo Andric

Un puente sobre el Drina | DE LIBROS

En vísperas del 50 aniversario de la muerte del autor, se reedita 'Un puente sobre el Drina', la inmortal novela del Nobel yugoslavo

Ivo Andric, ante el puente sobre el Drina. / D. S.
JAVIER GONZÁLEZ-COTTA

26 de enero 2025 - 06:00

La ficha

'Un puente sobre el Drina'. Ivo Andric. Traducción de Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pistelek. RBA. 448 páginas. 20 euros

El próximo 13 de marzo se cumplirá el 50 aniversario de la muerte de Ivo Andric (Dolac, Bosnia, 1892-Belgrado, Serbia, 1975), único escritor yugoslavo en recibir el premio Nobel de Literatura en 1961 "por la fuerza épica con la que ha trazado temas y representado destinos humanos extraídos de la historia de su país".

Medio siglo después de su óbito, habría que preguntarse hoy por el país al que se refería la Academia sueca en su ceremonial lectura del fallo. En 1961, bajo los años de Tito, existía aún ese crisol llamado Yugoslavia, que será desmembrado sangrientamente en las guerras de los 90. Andric había nacido en Dolac-Travnik, en el centro montañoso de Bosnia, cuyo visible influjo musulmán se debía a los siglos de dominio otomano. Andric procedía, no obstante, de una familia católica croata y, en lo personal, asomado al turbulento siglo que le tocó vivir (dos guerras mundiales), se sintió más serbio que bosnio o croata o esloveno, por la sencilla razón de que la Serbia de antaño, a su parecer, reflejaba bien la crisolada idea de lo que debía ser Yugoslavia, cual unión de los eslavos del sur.

Aún así, el país al que se refería el acta para el Nobel era Bosnia-Herzegovina (pequeña Yugoslavia en sí misma), donde el gran escritor y diplomático (en 1928 residió en Madrid en la delegación yugoslava) ha ambientado casi todas sus novelas, entre ellas la más celebrada: Un puente sobre el Drina. El sello RBA la reeditó a finales del pasado año. Quizá sea una de las obras más épicas del siglo XX, donde la leyenda oral, la crónica histórica y el avatar del ser humano se abigarran en un espacio de frontera, surcado por el río Drina, y donde cristianos ortodoxos, judíos, bosniacos musulmanes y, más tarde, súbditos del Imperio austrohúngaro conviven con secular desconfianza según credos y costumbres.

Cristianos ortodoxos, judíos, bosniacos musulmanes conviven en ese espacio de frontera

El simbólico puente al que se refiere la novela se halla en Visegrado (este de Bosnia, actual República Srpska). Ejerce ahora de turístico filón en aquel paraje, no poco taciturno y sombrío, pero tan maravillosamente descrito por Andric. De hecho, el propio autor vivió aquí parte de su infancia, en la antigua kasaba, a orillas del rumoroso, legendario y verde (y hoy contaminado) río Drina. Hará bien el lector en soslayar las cuitas políticas que hoy han redefinido este enclave, asociado aún hoy –y pese a todo– a la belleza de los once arcos que a la vista ofrece el gran puente otomano (la sevicia en la guerra Bosnia tuvo aquí uno de sus más trágicos episodios).

Un puente sobre el Drina es todo un caravasar de personajes. Sus incontables historias, narradas por una voz omnisciente, van hilando el paso del tiempo, en el que el puente ejerce de testigo y diapasón de la propia vida. En tiempos, sólo una precaria almadía permitía que las gentes pudieran atravesar el río que demediaba oriente del Levante. Con su erección (1571-1577) y bajo el látigo del cruel Abid Agá, el puente, junto el Han de piedra alzado a su alrededor, regirá el destino de los lugareños.

Inundaciones fatales, mitos y leyendas, trágicos amores, charlas y fumatas en la kapija, cadalso para ajusticiados, pontón para mercaderes, cruce para viajeros y peregrinos, torre y garita ocasional, lugar para ensoñar ideales y, en fin, símbolo de un mundo otomano en continua extinción, el viejo puente sobre el Drina es, en sí mismo, el corifeo mudo de todos los personajes y de todas las historias que aquí se amalgaman. Todo un paño de historia y vida, que parte del lento tiempo de los otomanos para acabar con las revueltas serbias y la cañonería de la Gran Guerra en 1914.

Ali Hoya, notable turco de Visegrado, haría recordar a su gente que el puente, como todos, era obra de Dios. Dañarlo o siquiera retocarlo, sería un pecado. Según la piedad islámica, quiso Dios crear la tierra de la blanda arcilla para convertirla en el más plano y bello azafate labrado para los hombres. El Diablo, molesto por la perfecta obra, lo profanó arañándolo. De los surcos surgieron los indomeñables ríos, para que los hombres vivieran atribulados y separados. Por eso hizo Dios descender a sus ángeles, para que extendiendo sus alas los hombres pudieran cruzar los ríos, como el Drina. Y así aprendieron los mortales a construir puentes. Cada uno de ellos tiene un ángel que lo cuida y preserva.

Testigo de piedra

Obra del gran arquitecto Mimar Sinan, autor de fastuosas mezquitas, el puente de Visegrado fue acabado en 1577. Su impulsor y albacea fue Mehmet Pachá Sokolović (nacido en un pueblecillo próximo a la kasaba de la novela), y quien al cabo fue también Gran Visir bajo la égida turca de los sultanes Solimán El Magnífico, Selim II y Murat III (dentro del asimismo llamado como Sultanato de las Mujeres). Curiosamente, coincide el inicio de sus obras en 1571, justo cuando acontece la derrota turca en la batalla naval de Lepanto, frente a la Santa Liga, de especial recuerdo para el brazo de Miguel de Cervantes. La Primera Guerra Mundial destrozará tres de sus arcos (se narra en la novela la destrucción del primero de ellos, el séptimo). Después vendrían los estragos de la Segunda Guerra Mundial y las alteraciones causadas en las corrientes del Drina por las hidroeléctricas creadas a partir de 1960. En la guerra de 1992-1995, el puente se convirtió en horroroso escenario para masacrar civiles musulmanes, quienes fueron asesinados y arrojados al Drina. Financiados por Turquía, en 2015 finalizaron los trabajos de restauración que, como hoy puede apreciarse, le han devuelto toda su ingénita belleza.

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