El retrato en el Renacimiento
Arte
La exposición presente en las nuevas salas del madrileño Museo del Prado ofrece al público un centenar de "rostros vivos" que discurren entre la actitud heroica y la burlesca
Durante el Renacimiento, ya lo hemos señalado en otra ocasión, la "modernidad" consistió en imitar el pasado. Un pasado que se retrotraía hasta Roma, principalmente, y Grecia. Esa imitación, por llamarla de alguna manera, realizada sin nostalgia y con energía creó un arte nuevo, que venía a superar los siglos de anti-naturalismo medievales y, como en el imperio solar y mediterráneo de los Césares, medía el mundo según la medida del hombre. Una fecunda mirada al pasado, desprovista de esa especie de sentimiento de culpa o pérdida, con que nuestra "modernidad" admira aquellos mismos monumentos, y que muy bien expresaba De Chirico al escribir: "…visión romana, frescura antigua / atardecer de angustia, canción náutica…" En efecto, de igual manera en los poemas homoeróticos de Kavafis, pretendidamente "griegos", ya anida la angustia de la culpabilidad… (Homero y Platón habían sido "vencidos por el Galileo").
Pero hubo un momento durante el siglo XV y principios del XVI en el que en la Europa meridional, aún no asolada por la debacle protestante y su Contrarreforma, surge un resplandor de "paganidad" y humanismo que, al respecto que nos ocupa, desarrolla un marcado interés por describir la naturaleza de la manera más fidedigna. El cuerpo humano no escapa a ello, y como consecuencia, el retrato alcanza un grado de complejidad y verosimilitud, cuyas formas y modos siguen siendo válidos hasta hoy.
Partiendo de las efigies usuales durante las épocas Helenística y Romana, ahora se perfeccionan y crean diversos tipos de retratos, desde el privado al oficial, dando buena cuenta de ello las diferentes secciones de esta exposición, que además incide en el estudio de las maneras y técnicas empleados por los artistas para ejecutarlos.
He aquí, pues, más de un centenar de rostros, vivos entre dos puntos opuestos que, abarcando todas las posibles circunstancias humanas, discurren entre lo heroico y lo burlesco. El retrato heroico está aquí representado por dos soberbios ejemplares: la estatua de bronce Carlos V venciendo al Furor de Pompeo Leoni y el Andrea Doria como Neptuno, de Angolo Bronzino, (1503-1572), pintor, este, fiel representante del sofisticado manierismo de Florencia. En ambos casos el representado aparece desnudo -la armadura que usualmente cubre el cuerpo "olímpico" del emperador es desmontable- indicando esa desnudez una casi categoría súper humana o divina. La perfección idealizada o la fuerza que trasmite el cuerpo devienen en signo de dioses.
Andrea Doria (1466-1560), marino y condotiero genovés, encarna a la perfección el ideal renacentista que aúna al guerrero y al amante de las artes. Desde su juventud participó activamente en cuantos lances le ofrecía la agitada política italiana de sus años, ya al servicio del Papado, del Duque de Urbino, del Rey de Francia y finalmente del Emperador Carlos. El retrato de Bronzino, fechado hacia 1535, posiblemente después de participar en la conquista de Túnez bajo las armas españolas, nos lo presenta apenas cubierto por la vela de un navío, sosteniendo un tridente con su mano derecha. Ningún atributo le adorna excepto la fuerza que emana de su viril anatomía, que en cierto modo recuerda al San Bartolomé que Miguel Angel pintaba aquellos años en el Juicio Final de la Capilla Sixtina. Fuerza, vitalidad y coraje que ya octogenario, le permitían darle caña a los piratas berberiscos.
El tema del retrato como desnudo mitológico, fue repetido por Bronzino en, al menos, otra ocasión, al representar a Cosme de Médicis como Orfeo, en 1539, mediando todo un mundo, entre estas heroicidades "a la antigua"" y lo satírico-burlesco que antes aludíamos, y que traspasa lo retratístico para entrar en la caricatura. Así, el pintor flamenco Quentin Massys (h. 1464-1530) es el autor de la llamada Reina de Túnez (no incluida en esta exposición). Una anciana tocada de aparatosa cofia, rostro simiesco y prominentes senos, que hubo de llamar la atención de Leonardo, del que se conserva un dibujo que repite casi literalmente el modelo, y que muestra la afición del maestro por los rostros grotescos. Rostros y personajes ajenos a la "norma de lo bello", que enlazan lo peregrino, extraño y popular, como en la obra de Agostino Caracci (1557-1602) Arrigo el peludo, Pedro el loco y el enano Amón, procedente del napolitano Museo de Capodimonte. Habitantes de silvestres parajes, los tres compinches están representados rodeados de animales y frutas, como en indisoluble unión con la Naturaleza, que acoge y genera también, cuna de portentos, además de lo bello-elevado, lo desquiciado, raro, extraordinario, y sorprendente. Lo que se ve en las cuevas y dentro de los umbríos troncos de algunos árboles.
Si algo fue realmente novedoso en esto que tratamos, fue la aparición del autorretrato. Apenas ni Antigüedad ni Medioevo ofrecen ejemplos de ello. A través de su ejecución el artista marca su status social y aspiraciones personales, individualizándose del anonimato gremial se siglos anteriores. Entre los que se muestran ahora sobresalen dos de opuestos conceptos: el de Durero y el de Tiziano, ambos pertenecientes al Prado. Durero aquí se muestra excesivo en su afán de presentarse más como joven cortesano que artista -a no ser que se considere a sí mismo como obra de arte-, mientras que Tiziano, ya en su madurez, ofrece de sí una efigie mas serena y sobria, que si bien lleva al cuello la cadena de oro, distinción y regalo de su patrón el Carlos I, en su mano derecha sostiene un pincel, declarando su oficio y el honor que su ejercicio le comporta.
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