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Tenían que ser 7…
Cuentos de detectives victorianos | Crítica
Cuentos de detectives victorianos. Varios autores. Traducción de Catalina Martínez Muñoz. Selección e introducción de Ana Useros. Alba, 2024. 750 páginas. 18 euros.
Hace ya muchos años que dos amables tomitos de bolsillo pusieron al alcance del gran público, bajo el título de Los rivales de Sherlock Holmes, a los mayores clásicos del relato detectivesco del siglo diecinueve. Gracias a ellos, lectores que hasta entonces habían creído que la resolución de asesinatos y los misterios en cuartos cerrados se inauguraron con Conan Doyle descubrieron que el famoso personaje del macferlán y la pipa vivía rodeado de imitadores y sosias, y que el crimen patrocinaba la forma más difundida de literatura popular mucho antes de los éxitos de Agatha Christie. En realidad, aunque el asunto todavía suscita debates en las academias, parece más o menos sentado que el género dio comienzo con las dos o tres incursiones liminares de Edgar Allan Poe, la de la calle Morgue y la de la carta robada entre otras: fue él al menos quien inventó al detective como personaje, esto es, una nueva forma de héroe que amalgamaba al caballero andante con el funcionario y el filósofo, y que con su sola inteligencia podía descascarar aun el enigma más correoso, no sólo asociado a sangre y obituarios. Pero los franceses, que, según sabemos, han de ser los primeros en todo, siguen todavía por ahí apretando bocinas y clamando no sé qué de la primacía de Balzac, de Gaboriau o de las memorias de Vidocq, sin reparar en que la crónica de sucesos se parece tanto a la literatura policíaca como los catálogos de sex shop a las novelas de Megan Maxwell, donde, en fin, parece que un poco más sí que hay.
Por cierto que parte de este malentendido pervive en algunas piezas seleccionadas muy meritoriamente por Ana Useros para los presentes Cuentos de detectives victorianos. En su prólogo, Useros explica que lo de la originalidad de Poe es algo que está siendo contestado muy mucho en los últimos años desde diversos frentes, y que ha habido ya doctores que han logrado incluso aportar pruebas de que no es tal en absoluto.
En concreto, la antología incluye un texto titulado La cámara secreta, de William E. Burton, publicado de 1837 en el Gentleman’s Magazine, que Poe tuvo que haber leído y que antecede a Los crímenes de la rue Morgue en cuatro años: al parecer, la confrontación entre ambos relatos haría manifiesto aun al más obtuso que las innovaciones del autor de Gordon Pym no son tan deslumbrantes después de todo. Pero basta, sí, con confrontar ambos relatos y contraponer a Monsieur Dupin y el ajedrez y la contundente combinación de casquería y rigor analítico con una sucesión desganada de clichés góticos para zanjar la cuestión: cosa que se invita al lector a que haga él mismo.
Grant Allen, Fergus Hume, Arthur Morrison y Robert Barr pueden competir en igualdad con los mejores oficios de Conan Doyle
Las muchas delicias que ofrece este bien armado volumen (más de 25 piezas en 750 páginas en la versión de bolsillo reeditada ahora) escapan, de todos modos, a las disquisiciones críticas e invitan a cualquier amante sincero de la literatura de entretenimiento a encerrarse entre sus pastas. Se nos ofrece un recorrido turístico por los albores del género detectivesco, cuando aún no era género ni mucho menos, cuando sus balbuceos iniciales ilustraban las revistas de caballeros, cuando emergieron las figuras pioneras del policía abnegado, del periodista audaz, del aficionado al examen de la crueldad ajena. Todo ello, nos aclara la editora en unos párrafos introductorios de mucha enjundia, tuvo lugar en la era victoriana porque fue el momento en que la humanidad, animada por el positivismo, dispuso de métodos nunca vistos para enfrentarse a las oscuridades diversas del mal y la ignorancia: la lámpara de gas, el telégrafo, la prensa, los avances químicos y biológicos. A lo largo de un gris paisaje que imaginamos siempre cubierto de chimeneas, hollín y niebla, los protagonistas de estos cuentos resuelven desapariciones, arrestan a cuchilleros, descifran cartas en código, a la vez que reconcilian matrimonios, devuelven el hijo a su madre y garantizan la primacía incontestable de la ley. Tenemos de todo: desde tristes empleados en las oficinas de la policía a diletantes de relumbrón, pasando por vecinas indiscretas y nobles que tratan de sobrellevar el aburrimiento metiendo la nariz en las desgracias ajenas. Aunque no sea más que por asomarse por vez primera a los encantos de Grant Allen, Fergus Hume, Arthur Morrison y Robert Barr, clásicos de su día que pueden competir en perfecto pie de igualdad con los mejores oficios de Conan Doyle, este libro merece una enormísima recomendación. Con la que acertará de sobra, me atrevo a decir, cualquiera que en estos días empiece a preocuparse por su lista de regalos de Navidades. Ahí queda.
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