Sami Naïr: “Hablamos mucho de Europa, pero no hemos explicado de qué trata el proyecto”

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El pensador reivindica en ‘Europa encadenada’ (Galaxia Gutenberg) una unión que vaya más allá del neoliberalismo y que asiente su identidad en valores como la solidaridad y la cultura

Llámenlo cultura popular

El catedrático de Ciencias Políticas Sami Naïr.
El catedrático de Ciencias Políticas Sami Naïr. / María de Jesús
Braulio Ortiz

16 de febrero 2025 - 06:30

“Hoy en día”, escribe el filósofo y politólogo Sami Naïr, “el rumbo del proyecto de integración europea está en tela de juicio. La falta de acuerdo político para tomar una dirección distinta más allá de la custodia de un espacio económico, las contradicciones surgidas entre los intereses estratégicos de las naciones, el desafío no resuelto de los flujos migratorios del sur, las demandas de ampliación a otros países europeos, la escalada de los nacionalismos regresivos y populistas y, finalmente, la dificultad de imponer normas de solidaridad a los países que no la aceptan son las señas que caracterizan el periodo actual: un estado de cosas que precisaría, sin duda, otra óptica, una refundación europea, si no se quiere optar por la renuncia al proyecto mismo de conjunto”. Naïr, que fue diputado europeo entre 1997 y 2004, toma prestado un fragmento de una carta de Albert Camus (“Europa todavía tendrá que hacerse... Aún está por hacerse”) para repensar un modelo de unión que vaya más allá del neoliberalismo y asiente su identidad en valores como la solidaridad y la cultura. El autor, que participó hace unos días en Sevilla en el festival Escribidores, donde charló con el también filósofo Jorge Freire y el crítico del Grupo Joly Ignacio F. Garmendia, defiende “la necesidad de encontrar una nueva inspiración, un renacimiento” en Europa encadenada (Galaxia Gutenberg), un ensayo tan lúcido como urgente que analiza en esta entrevista.

Pregunta.–En su opinión, lo comentaba antes de sentarnos a esta charla, los españoles han cambiado su relación con Europa.

Respuesta.–Sí, el caso de España es muy interesante, porque aquí había una perspectiva acrítica, un poco ciega, de Europa. Los españoles pensaban que tenían que aceptar todo lo que se les propusiera, porque querían integrarse a toda costa. Y no se daban cuenta de la realidad: que ellos aportaban más a Europa de lo que Europa aportaba a España. La situación ha cambiado, y los españoles han entendido que deben tener una voz en Europa, que pueden decir: Esto lo aceptamos, pero esto no, y que no están pidiendo limosna. Yo he visto la evolución. Este libro es el balance de 40 años de militancia para Europa. Yo publiqué junto con Edgard Pisani la primera revista que intentó unir a los grandes intelectuales y políticos europeos, nos ayudó Jacques Delors. Entonces había toda una épica del desarrollo europeísta. En el libro planteo un análisis desde la creación del proceso europeo y cómo ese proyecto se fue separando de las manos de los ciudadanos y políticos, y se fue convirtiendo en un asunto de tecnócratas y multinacionales.

P.–Las cadenas a las que se refiere el título son las del neoliberalismo.

R.–Yo he sido testigo de esa transformación. El sistema económico europeo era liberal, y la cumbre de esa libertad, digamos, fue la llegada al poder de Ronald Reagan y de Margaret Thatcher. Hubo una reacción por parte de Francia y de Alemania, que dijeron: No nos interesa una competencia total así, vamos a poner unas normas. Y pasamos de un liberalismo salvaje a un neoliberalismo organizado. En teoría podría haber sido una evolución positiva, pero la realidad es que no lo fue para nada. Los americanos decían: Estos europeos, quieren normas en todo y están encerrando a su población en un mercado que es como una camisa de fuerza. El Tratado de Maastricht puso unas reglas, que impusieron a Europa una política de restricción y austeridad, cuyo fracaso se ha comprobado con la crisis de 2008 o con la pandemia. No se puede construir una Europa social si sólo pensamos en el mercado.

P.–En la introducción del libro asegura que le habría gustado mostrarse “entusiasta y optimista respecto a Europa, pero las evidencias impiden que me tome cualquier licencia poética”.

R.–Desgraciadamente no hay razones para ese optimismo, porque no hay alternativa, no hay otra propuesta. En las últimas páginas del libro reivindico que hay que desarrollar la investigación, reindustrializar a la Unión Europea. Durante 40 años los europeos decidieron que la industria era para los países del tercer mundo. Pensaron: China no es un peligro, vamos a dejar que trabajen para nosotros. Y lo que ocurrió es que ahora dependemos de sus logros. ¡Trabajaron para ellos! Para salir de esta crisis necesitamos una reorientación política de la Unión Europea. Antes estábamos en una fase de construcción económica, y al ver las consecuencias parece que nos hemos equivocado, al menos parcialmente, con el neoliberalismo.

P.–En sus reflexiones usted no sucumbe al derrotismo, y enumera algunas reformas posibles... Medidas ante “la Europa real, no la Europa soñada”.

R.–Entre ellas está la de definir qué tipo de construcción política necesitamos, nuestro posicionamiento geopolítico en el mundo. ¿Somos una federación? ¿Un sistema sui géneris? Y tenemos que resolver también el déficit democrático que sufrimos. Tenemos unas élites políticas que no ven más allá de la punta de su nariz, una Comisión de Bruselas que se ha vuelto imperial, con lobbies que defienden sus intereses, y que decide como quiere sin control ciudadano... Esto no quiere decir que haya que acabar con el proyecto: hay que responder al desafío. Tenemos que construir una Europa diferente, de eso hablo en el libro.

P.–Apunta un detalle interesante: que en los billetes de euros podemos encontrar “brújulas, puentes, carreteras”, pero no figuras como Cervantes, Kafka o Goethe porque las autoridades no se pusieron de acuerdo en “un referente que pueda identificar a los europeos sin perjudicar al vecino”.

R.–Es muy revelador, ¿no le parece? Hablamos y hablamos de Europa, pero nunca explicamos de qué se trataba, nunca buscamos qué nos unía. Nos hemos unido por interés, pero no se trabajó un sentimiento de pertenencia. Si eres español, o eres francés, tienes una comida, unas costumbres, que conforman tu identidad, pero eso en Europa no existe. No tenemos una educación común en la escuela. Estoy de acuerdo con Jürgen Habermas en que hay que crear un espacio de debate público europeo, donde los pensadores y los intelectuales puedan intercambiar sus ideas, dar forma a una identidad compartida. La Unión Europea debe servir también para eso, no solamente para hacer comercio.

P.–El Brexit mostró esta falta de afecto de los ciudadanos con el proyecto europeo...

R.–Es curioso que no se hable de esa salida, del hecho de que una de las principales potencias deje Europa. Hubo un silencio, como cuando te deja una pareja y tú, dolido, no quieres hablar del tema. Tenemos que tratar el problema. Podemos quedarnos con la versión más simple, que los ingleses han sido egoístas, pero habría que profundizar en que la Unión Europea es un conjunto de la diversidad, no tiene homogeneidad, y que no hemos abierto el debate para encontrar el vínculo entre todos.

P.–Usted se pregunta “en qué medida se sentirían agredidos los ciudadanos de los Estados miembros por la guerra declarada contra uno de ellos. ¿Se sacrificaría uno para defender el territorio del otro?”

R.–Es interesante lo que pasa con Ucrania, porque la gente se siente solidaria, pero es más por la amenaza que supone una invasión como la que ha llevado a cabo Rusia, no porque los sintamos hermanos. No hay un vínculo potente entre nosotros. Eso se ve cuando hay pactos por la inmigración: Polonia dice no, Eslovaquia lo mismo... Los problemas importantes no se han discutido y las élites tienen una gran responsabilidad en esta situación. Yo mismo, como parlamentario europeo, no entendí la gravedad de la cuestión. Ahora estamos delante de un muro, y o lo superamos o volvemos atrás. Esa vuelta atrás es la propuesta de los movimientos neopopulistas, que dicen: Tenemos que volver al Estado nación replegado sobre sí mismo. Lo malo es que la extrema derecha ha encontrado en los partidos conservadores una alianza.

P.–Usted no dirige al Mediterráneo una mirada idílica, precisamente: habla de “la región de las fracturas más intensas del planeta”.

R.–Es la zona de mayor conflicto del mundo y probablemente si un enfrentamiento violento, una guerra internacional, se desata, vendrá de ahí, yo lo tengo claro. La guerra entre Israel y Hamás, primero los atentados y después una respuesta que ha sido un genocidio, reflejan muy bien el caos que se vive en Oriente Medio. Y por otro lado tenemos el empuje de África, que viene con el nivel de crecimiento demográfico más alto del planeta y es un desafío enorme para la política migratoria... El sur está considerado como una zona de conflictos, pero a partir de los años 90 Europa se ha preocupado más de los países del Este.

P.–Dice que “lo social” es “el pariente paupérrimo” de esta Unión Europea.

R.–Con Delors se empezó a reflexionar sobre lo social, pero tampoco se desarrolló una estrategia. El único que intentó hacer algo fue Juncker, el que dijo que había que apostar por la política social, la educación... Pero todo eso choca con las medidas económicas defendidas por la Comisión Europea. Si la deuda pública no puede superar tal cifra, si la inflación no debe subir de tal número... Con esos criterios, con la política de estabilidad y crecimiento, no se puede tener una política social. Se habla de manera muy vaga del concepto de interés general, y cada país debe definirlo. Necesitamos servicios públicos: armonización fiscal, política protegida de la salud, financiación de la educación... Pero desde el Tratado de Maastricht, desde que empezó este siglo, la estrategia de la Unión Europea ha favorecido privatizar escuelas, universidades, hospitales, trenes, todo... No ha habido un pensamiento preocupado por definir cuál era el interés público, real, de los europeos. Y eso no lo tenemos porque nos falta la unión política, porque debemos redefinir el proyecto más allá de la economía. Este libro es un grito de alarma para que busquemos una identidad para todos y construyamos una Europa más atenta a lo social.

P.–La situación del mundo ha cambiado desde que publicó el libro, y no invita a la esperanza precisamente...

R.–El regreso de Trump demuestra la falta de relevancia política de Europa, que permite a un presidente de EE UU hacer lo que quiera, como si fuera el emperador del mundo. ¿Que quiere cambiar el nombre del Golfo de México? ¡Adelante! Que va a colonizar Groenlandia y Canadá, deportar a los palestinos para construir... Si al otro lado hubiese una Europa con una presencia política fuerte, este señor no podría decir todo eso, proponer el pacto de gestión del mundo que está proponiendo a China y a Rusia: nosotros los tres grandes vamos a decidirlo todo, y Europa se queda fuera de la historia. Diría que esa actitud es casi una vieja tradición en EE UU. Recuerdo que en algún conflicto internacional, Kissinger preguntó que a qué número llamaba si quería hablar con Europa... [Ríe]

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