Tarsila do Amaral, la artista que imaginó un país

El Guggenheim Bilbao dedica una exposición a la creadora brasileña, una mujer en constante renovación que revistió el imaginario de su tierra natal con las hechuras de la vanguardia.

La palabra creadora de Angélica Liddell

Una visitante observa el cuadro ‘Vendedor de frutas’. A su lado, ‘El árbol de la papaya’.
Una visitante observa el cuadro ‘Vendedor de frutas’. A su lado, ‘El árbol de la papaya’. / Luis Tejido / Efe
Braulio Ortiz

09 de marzo 2025 - 07:01

Bilbao/Murió hace más de cinco décadas, pero su legado se mantiene poderosamente vivo. Tarsila do Amaral (Capivari, 1886 - São Paulo, 1973), figura crucial del modernismo brasileño, dialogó con su tiempo en constantes reinvenciones a lo largo de su trayectoria, y esa curiosidad la anticipó al futuro: hoy su obra, en la que revistió el alma de su país natal con las hechuras de la vanguardia, suscita multitud de preguntas y debates. El Guggenheim Bilbao se acerca a esta creadora única en Tarsila do Amaral. Pintando el Brasil moderno, una exposición que tras verse en París abre sus puertas en la capital vizcaína hasta el 1 de junio. Una oportunidad para entender en toda su magnitud a la artista, como apunta Cecilia Braschi, comisaria de la muestra junto con Geannine Gutiérrez Guimarães. “Reunir tantas obras es muy difícil porque Tarsila está muy solicitada. Cuando expusimos en París me di cuenta de que esta selección tan grande resultaba rara incluso para los brasileños”, comenta la especialista.

El apasionante camino que siguió Tarsila –su nombre artístico prescinde del apellido– y también los contenidos de la exposición arrancan entre París y São Paulo a principios de los años 20. En el primer destino, esta mujer culta y cosmopolita, integrante de una familia de terratenientes, se forma en la Académie Julien y conoce a otros autores como Fernand Léger. Pero en su tierra se está produciendo también una renovación, cuyo máximo exponente es la Semana del Arte Moderno que se celebra en su ausencia, en febrero de 1922, y Tarsila no quiere perderse ese momento prometedor y emocionante: de vuelta a su país, apenas unos meses después, se alía con la pintora Anita Malfatti y los escritores Menotti del Picchia, Mário de Andrade y Oswald de Andrade y forma con ellos el Grupo de los Cinco. En esos comienzos su historia se bifurca entre Europa y América, y en 1923 se encuentra de nuevo en París, en busca de un lenguaje con el que expresarse. La disposición de formas y colores que promueve el cubismo le dará las claves.

‘Obreros’, o el compromiso de la artista con la clase trabajadora.
‘Obreros’, o el compromiso de la artista con la clase trabajadora. / Luis Tejido / Efe

Las primeras salas de la muestra ya revelan la astucia con que construye su personaje, una mujer brasileña que responde a lo que se espera de ella en Europa. En sus autorretratos se inmortaliza dueña de una belleza sofisticada, con el peinado tirante, carmín sobre los labios, unos voluminosos pendientes. Los primeros comentarios a sus exposiciones insisten en una palabra, exotismo, y Tarsila, en la distancia, intuye que debe convertir la iconografía brasileña que cautiva e intriga a los parisinos en el tema principal de su obra. El cubismo será el lenguaje; su país, la inspiración. Caipirinha, un cuadro de 1923, toma –ahí comienza un interés por las clases más humildes que algunos perciben como impostura– a una mujer del campo como protagonista. Su paleta se decanta por la exuberante naturaleza de Río de Janeiro, São Paulo, Minas Gerais, en la que irrumpe el progreso que representan las vías del tren. “No está contando un país, lo está inventando”, señala Braschi sobre ese Brasil aparentemente genuino al que da forma la pintora, el modo en que coge elementos de la fisonomía autóctona y los recompone con métodos cubistas. En esa visión idealizada no tienen cabida las desigualdades sociales ni la violencia, y las favelas asoman por el conjunto con carácter ornamental y lejos de cualquier intención de denuncia, como si la creadora estuviera enviando una idílica tarjeta postal a sus amigos europeos.

Brasil es un territorio fértil en el que se cruzan las culturas indígena, portuguesa y africana, y en su reflexión sobre la identidad nacional Tarsila bebe para sus cuadros de las tradiciones precoloniales y las liturgias de los afrodescendientes. La autora parte del folclore para trazar la silueta de El coco, un mostruo al que se teme en las leyendas y aquí un híbrido entre “una rana, un armadillo y otro animal inventado” tan colorista que pierde su componente siniestro. En Bautizo de Macunaíma, otra de las pinturas que se expone, Tarsila lleva al lienzo al personaje dual, héroe y antihéroe, sobre el que escribió Mário de Andrade y una suerte de encarnación, fiera y amable, del alma brasileña.

Recreaciones que hoy son observadas como una invitación al debate por “la ambigüedad de estas apropiaciones” y “la complejidad de las cuestiones identitarias y raciales de un país que, 100 años después de su independencia y 37 después del final de la esclavitud, está lejos de haber alcanzado la armonía ideal que en sus pinturas plasma la artista”, analizan desde el Guggenheim en las notas de la muestra.

Tarsila no está contando un país, lo está inventando”, dice la comisaria Cecilia Braschi

La inquietud de Tarsila la empuja a abrazar otras maneras, y una de sus reinvenciones llega con el Movimiento Antropofágico que inaugura en 1928 la figura de Abaporu, que en lengua indígena tupí-guaraní significa “hombre que come hombre”. Esta corriente encuentra en el canibalismo una metáfora del diálogo al que se ven obligados los pueblos colonizados. “Se comen al otro no para destruirlos, sino para asimilar sus virtudes, su sabiduría. Esta imagen refleja a un pueblo activo, que no niega la relación con los extranjeros, que digiere lo que viene de fuera”, explica Braschi. Sin dejar nunca su rotundo cromatismo, Tarsila ahonda en este periodo en la sinrazón perturbadora de los sueños, las arenas movedizas del subconsciente, y esboza “figuras con pies inmensos, plantas carnosas y descomunales, y extrañas criaturas que los naturalistas serían incapaces de clasificar”. Cactus que brotan en un suelo en espiral, toros estilizados que se adentran en bosques azules o huevos cercados por las curvas de una cobra son algunas de las surreales propuestas de este tiempo que remiten a los universos de Magritte y De Chirico, pintores que formaban parte de la colección personal de Tarsila.

Las circunstancias provocan que la artista viva otra metaformosis, cuando pierde sus propiedades con el crack del 29 y Tarsila, que se ha separado de Oswald de Andrade, su segundo marido, se enfrenta a las limitaciones económicas. El interés por la Unión Soviética, un escenario que visita y que le deja una profunda huella, encauzará su obra hacia el realismo social. En Obreros (1933) recoge, al modo del muralismo mexicano, los rostros de los trabajadores, hombres y mujeres de distintas razas tras los que se levanta un fondo industrial. Ese giro con el que reivindica la dignidad de los desheredados provoca suspicacias. Con qué derecho ella, que pertenecía a la élite, se erige en abanderada de esta causa, se preguntan las voces más críticas. “Nadie le dio la oportunidad de hacer un mural, tal vez porque no interesaba una mujer que se dedicaba a la pintura política”, lamenta Braschi.

El compromiso –por el que pagó un precio: sus simpatías por el comunismo la llevaron a pasar por la cárcel– no frena la imaginación de Tarsila: en estos años también pinta una obra como Tierra (Terra), en la que retorna a ese gigantismo onírico con el que perfilaba las figuras.

Rascacielos en 'La mtetrópolis' (A metrópole).
Rascacielos en 'La mtetrópolis' (A metrópole). / Marcelo Spatafora

Los movimientos de la creadora dejan de tener eco: entre 1933 y 1950 no se celebran exposiciones en torno a su producción, “y la capital cultural de Brasil deja de ser São Paulo y empieza a ser Río de Janeiro”, cuenta la comisaria de la exposición. Quizás para recobrar esa atención que había perdido, también porque empieza a revalorizarse el modernismo, en la década de los 50 Tarsila regresa a los paisajes de los comienzos, como en Aldea con puente y papayo, de 1953, en el que reinterpreta El papayo, de 1925. “Vuelve a ser importante, pero a la crítica le interesa la Tarsila del pasado, no la del presente, la de los años 20 y no la de los 50. Le señalan que ya no tiene nada que decir”, prosigue Braschi, que comisarió en solitario la exposición de París.

Pero Tarsila no está dispuesta a claudicar, y, lejos de ser una vieja gloria abandonada a la nostalgia, asiste con curiosidad a los cambios de su entorno, se implica en ellos. Es una etapa efervescente en la que la abstracción geométrica y el informalismo cobran protagonismo, y se ha iniciado la construcción de Brasilia con las directrices de Oscar Niemeyer y Lucio Costa. La espectacular transformación de las ciudades se cuela en la obra de Tarsila: unos rascacielos ocupan el lienzo como antes lo hacía la vegetación tropical, y hay toda una investigación formal en su pintura. “Cuando veo las obras de esta época no me parece una artista vieja”, analiza Braschi, “sino una mujer muy atenta a lo que está pasando, que sabe lo que se está haciendo”. La muestra del Guggenheim Bilbao confirma ese espíritu joven que siempre tuvo Tarsila do Amaral, una mujer en búsqueda que nunca quiso amoldarse a las convenciones.

stats