Viruela, esclavismo y conversión en la América del XVII: la vida de Squanto, el indio de Acción de Gracias

el pastillero

El último de los Patuxet, protagonista de la escena icónica de la historiografía norteamericana, fue capturado y vendido en el puerto de Málaga

De allí, ya bautizado, escapó a Londres, donde aprendió inglés antes de regresar a Norteamérica

Charles C. Mann: "El elemento indígena ha sido fundamental en la cultura de EE.UU."

Grabado de John White del poblado de Pomeiock, en la actual Carolina del Norte. / D.C.

MÁS que las armas de fuego, más que el etnocentrismo, más que la ambición, más que la misión divina, quien se encargó de allanar el camino de los europeos en América fue la viruela. Ella ejerció de auténtica “conquistadora”, sin menoscabo de otras grandes campeonas, como fueron la gripe o la tuberculosis. 

Hoy día se calcula que, entre los indios sudamericanos, la posibilidad de que un patógeno encuentre a un huésped con inmunidad semejante a otro huésped es del 28%; en Europa es del 2%. Sin los análisis científicos actuales, ya en tiempos de Bartolomé de las Casas se sabía que los europeos eran conscientes de la catástrofe que había supuesto su llegada para los nativos americanos. Inclusivas y transversales en su ferocidad, las epidemias que llevamos hasta América fueron tan eficaces que arrasaron poblaciones enteras, de tal forma que era fácil concluir que lo que encontraban los europeos a su paso fuera “barbarie” y “civilizaciones atrasadas”.

De todo ello habla Charles C. Mann en 1491. Una historia de las Américas antes de Colón (Capitán Swing), el amplio estudio en el que dibuja la profundidad y riqueza del continente, y cómo y por qué quedó reducido a la nada en los anales.

Los españoles tuvimos, sin embargo, la oportunidad de comprobar cuál podía ser el esplendor de las civilizaciones precolombinas –impagable esa imagen de Hernán Cortés esperando encontrar un poblado de chozas y topándose con un París más limpio que París–. Pero esas grandes ciudades no fueron las únicas en causar gran pasmo entre los europeos. Los propios nativos lo hacían: “Una y otra vez –cuenta Charles C. Mann– los europeos describen al ‘pueblo de la primera luz’ (tribus de Massachusetts) como especímenes sumamente sanos. Alimentados con una dieta muy nutritiva, trabajando duro, pero sin excesos de ninguna clase, el pueblo de Nueva Inglaterra era más alto y más robusto que los aspirantes a ocupar su lugar. Sus habitantes no estaban picados por la viruela, ni tampoco tenían esas extremidades enclenques habituales al otro lado del Atlántico”. 

“Tanto hombres como mujeres eran tan óptimos de rasgos y extremidades como se puede pedir”, decía el peregrino Thomas Morton. “Eran agradables de contemplar –relataba William Wood–, aun cuando vistieran sólo a la manera de Adán, más que muchos de los complicados ingleses, que vestían a la última moda”. Para los nativos, nuestros antepasados eran “físicamente débiles, sexualmente poco dignos de confianza, de una fealdad atroz y además, malolientes”. 

Si uno suma a estas características un desconocimiento completo del medio en el que se desenvolvían; y una soberbia magnífica, que les hacía creer que los habitantes de aquellas tierras eran salvajes pintarrajeados, nadie hubiera apostado mucho, no por la prosperidad, sino por la supervivencia de los colonos en las nuevas tierras.

Entre los muchos momentos que Charles C. Mann recoge, está el famoso encuentro entre indígenas y peregrinos que dio lugar a lo que hoy es para los estadounidenses Acción de Gracias. En la estampa, un indio llamado Squanto acudía con otros congéneres al pequeño asentamiento de Plymouth. El objetivo era firmar un tratado de ayuda mutua frente a tribus rivales, aunque en un primer momento quienes desde luego necesitaban ayuda, y un milagro, eran los ingleses. Cuando los indios llegaron a tratar con los peregrinos, relata Mann, “la mitad de la colonia original yacía bajos lápidas de madera, los supervivientes estaban desnutridos”. ¿Qué hubiera pasado sin este primer contacto? Quién sabe. Desde luego, la suerte de la población indígena estaba echada, pero quizá ahora la lengua del mundo fuera el holandés, ese idioma más vikingo que los vikingos.

Squanto (Tisquantum) les enseñó, en primer lugar, a sembrar maíz –pues ni eso sabían–, poniendo las semillas junto a las de alubia y calabaza, y fertilizando el terreno enterrando peces. Este último detalle –una práctica extendida en Europa– le sirve a Mann para explicarnos que Squanto no era un indio cualquiera. De hecho, nos era bastante cercano.

Squanto había sido uno de los jóvenes amerindios capturados por Thomas Hunt, uno de los capitanes de navío al mando de John Smith –sí, el de Pocahontas–. Siempre se supo que este Thomas Hunt había vendido a Squanto y a sus compañeros como esclavos en algún puerto español. Y, en la terna de las ciudades candidatas en la época, fue Málaga la agraciada. 

¿Cuál era el problema con esta historia? El problema era que la venta de esclavos amerindios estaba prohibida en territorio español. Hace unos años, la investigadora Purificación Ruiz encontró unas escrituras que le llamaron la atención, y que hablaban de la transacción realizada por un comerciante inglés a un clérigo de la Iglesia de los Santos Mártires. Este comerciante se llamaba Thomas Hunt, y había llegado al puerto malagueño con 25 indios. Allí, cuenta Ruiz en la revista Sociedad, editada por los Amigos de la Cultura de Vélez-Malaga, tuvo lugar una curiosa transacción, “que parecía una venta, pero no lo era”. 

El escrito plasma que este Thomas Hunt hizo prisioneros a unos salvajes que lo habían atacado en su navío pero, “usando con ellos de benignidad y misericordia cristianas”, los entregó al Licenciado Juan Bautista Reales, “para que de su mano" los repartiera entre "personas cristianas y de buena opinión y satisfacción, que los tratarán bien, para que los catequicen en la fe de Jesucristo” y los “reduzcan a ella hasta que reciban el santo baptismo”. Pasados ocho años, conseguirían la libertad. 

Para justificar la posesión de los indios, el clérigo admitía haber pagado 400 reales por el daño que infligieron al barco de Hunt, y por el gasto de la trayectoria hasta territorio español. Inmediatamente, se comprometía a entregarlos a “personas virtuosas y cristianas”, para que los formaran “en la fe de Nuestro Señor”.  

“Dos años más tarde –explica Purificación Ruiz–, uno de aquellos salvajes, de forma aún no muy clara, consiguió embarcar en un navío inglés que le llevó hasta Londres”. Fue allí, en una firma de astilleros, donde este indio –de nombre Tisquantum aprendió inglés. 

Tisquantum regresaría a su continente cuatro años después, sólo para encontrar que no quedaba nada de lo que había sido su hogar, una amplia red de prósperos poblados. Las enfermedades europeas habían exterminado a su gente. 

Squanto, el último de los Patuxet, terminó uniéndose a la Confederación Wampanoag, que fue la que contactó con los peregrinos. Según los anales, él moriría también apenas un año después, precisamente de “fiebre india”, uno de los nombres con los que se conocía a la viruela.  

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