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Del todo a casi nada en nueve meses, lo que dura un curso. Los cofrades asisten en las últimas semanas a la recepción de todo tipo de normas que, en definitiva, vienen a bloquear, dificultar y casi extinguir el culto público extraordinario; es decir, todo lo que no sea la anual salida procesional. En unos tiempos en los que la Iglesia bombardea con una secularización galopante de la sociedad y se queja de un aislamiento de lo religioso hasta reducirlo a la esfera estrictamente personal y privada, se promulgan normas y decretos que cuestionan como antes todo lo que sea sacar las imágenes a la calle.
De este modo, Cádiz ha pasado en un mismo curso de un inicio esplendoroso, con una procesión magna con 17 pasos en las calles, que fueron además trasladados durante dos días a la Catedral con todos los ingredientes propios de la solemnidad que es intrínseca a las cofradías (pasos, bandas, cortejos…), a un final de curso en el que se limita al extremo la música procesional, se reduce considerablemente la posibilidad de coronaciones y se convierte en misión casi imposible organizar una procesión extraordinaria. Del todo a casi nada en apenas nueves meses. Todo un récord.
El controvertido criterio que de repente ha puesto en marcha la delegación diocesana para que los traslados se hagan sin presencia de bandas fue, hace semanas, el primer eslabón de una cadena que ha sumado estos días dos nuevos decretos firmados por el obispo que agrandan los requisitos, las exigencias y las limitaciones. Así, mientras se prefiere que los titulares de Ecce-Homo transiten un viernes de junio por las calles de la ciudad sin el acompañamiento que hubiera conferido una banda (en caso de que la hermandad lo hubiera planteado) para dar notoriedad y llamar la atención sobre esa presencia de imágenes sagradas en la vía pública, como se obligó al Caído a llevar hasta Fragela a su Dolorosa en absoluto silencio un domingo de mayo, se ha dado carpetazo sorpresivo a otras cuestiones cofradieras.
En primer lugar, se opta por fijar un número concreto, una edad mínima, para solicitar la coronación canónica de una imagen. Cien años, establece sin ambigüedades el decreto firmado por el obispo, que amplía así los requisitos que ya estaban vigentes para las coronaciones y que hacían referencia a la antigüedad de la imagen, pero sin incorporar una edad del todo arbitraria que ahora se impone sobre la solicitud.
En segundo lugar, se reducen las posibilidades de que las hermandades incluyan en la programación de sus aniversarios procesiones extraordinarias. Primero, impidiendo que estas se celebren con motivo del aniversario de una imagen, permitiendo solo aniversarios fundacionales y de coronaciones canónicas; y segundo, incorporando la obligación de realizar diversas acciones formativas y caritativas que desvirtúan, en última instancia, el objetivo de sacar una imagen en procesión.
En ambos casos, se perciben los mismos errores de los que adolecía el criterio sobre la música en los traslados. Una absoluta arbitrariedad a la hora de imponer esas nuevas reglas y limitaciones. ¿Por qué la edad mínima de cien años para que una imagen pueda coronarse? ¿Qué vínculo tiene la antigüedad con la devoción? ¿Por qué no 95 años, o 90, o 120? A priori, bastaba el criterio ya vigente que hablaba de la antigüedad de la imagen. Entre otros motivos, porque la coronación de una Virgen no es un derecho de ninguna hermandad, parroquia, asociación o grupo eclesial; sino que es una potestad que tiene el obispo de la diócesis, que de este modo puede aprobar o rechazar las solicitudes, o que incluso puede decidir la coronación de una imagen sin que medie expediente previo. De este modo, si una cofradía (en el caso de la capital Borriquita o Expiración) solicita la coronación canónica de su imagen, basta con negarla, o simplemente con el tan usado en Palacio silencio administrativo.
Tres cuartos de lo propio ocurre con la procesión extraordinaria. Ya en la actualidad no puede celebrar este tipo de culto sin aprobación previa de la delegación diocesana, que tiene de este modo el poder de estudiar y decidir sobre cualquier salida extraordinaria que se plantee en la diócesis. Por ello, aquellos casos que consideren que son inapropiados o faltos de sustento, basta con rechazar la solicitud de salida y no enmarañar algo tan sencillo -y necesario, según muchos- como es sacar una imagen a la calle con proyectos, obligaciones y requisitos que nada tienen que ver con la procesión en sí. ¿O qué relación guarda una obra social con una procesión puntual de una imagen? ¿Qué catequesis necesita -supuestamente- un cofrade para comprender por qué sale su titular? ¿Tiene todo esto algún sentido?
No se trata de abrir la mano a coronar a todas las imágenes cuyas cofradías lo soliciten, ni tampoco a permitir que cualquier hermandad saque una extraordinaria por cualquier ocurrencia. Se trata de dejar de tratar a los cofrades como inmaduros, superfluos y colectivo únicamente vinculado a la carga y a la corneta; las hermandades son mucho más, pero mucho más. De hecho, muchos son los aniversarios que se han celebrado estos últimos años sin que se haya propuesto ninguna salida extraordinaria, porque los responsables de las hermandades son los primeros que conocen las dificultades que entrañan o lo mucho o poco apropiado de celebrarlas en cada momento.
Lo que ocurre es que con estos decretos lo que se está produciendo, precisamente en estos tiempos tan poco favorables para la Iglesia, es una reducción de la esfera pública de las cofradías. “Cuanto menos, mejor”, parece el mensaje claro que se envía desde el Obispado, donde en apenas nueve meses se ha pasado del todo a (casi) nada. Las secretarías se llenan de decretos, requisitos, límites, obligaciones, normas y más normas… mientras las calles se vacían de Dios.
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