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Álvaro Romero
Tono alcista
El período que va desde el día de Sant Jordi hasta la feria del libro de Cádiz, posiblemente la más tardía de España, supone la reanimación y efervescencia de la industria literaria, o, mejor dicho, del libro. Miles de escritores fomentan la economía patria viajando eh diversos medios de transporte de un lugar a otro de España, descansando en hoteles, apartamentos y casas de amigos, así como almorzando y cenando en restaurantes de carta o menú, en función del nivel del escritor y la generosidad de su editorial. Las cervezas igualan, eso sí. Hay que tomarlas muy frías, especialmente en el período canicular.
Ya hemos hablado en estas Balas de plata de ferias del libro en otras ocasiones, aunque hoy quisiera señalar algunos de los habitantes de estos lugares repletos de cultura, celos y egos desbocados. Hay que comenzar distinguiendo entre las macroferias del libro, profesionales y de acceso complicado, y las Microferias, algo más pachangueras y de acceso más complicado aún por aquello de que nadie es profeta en su tierra.
Esas primeras, las macroferias, contienen en su seno a grandes autores, best sellers seguidos por una legión de fans, personajes televisivos, especialmente vinculados al mundillo del corazón, coexistiendo con escritores de raza y nivel que observan con curiosidad las colas que hacen progenitores y descendientes para que le firmen sus ejemplares youtubers, Tiktokers y demás fauna. Junto a ellos, disfrutando de su éxito, del lugar y del momento, aspirantes y escritores de distinto calado, entre los que me encuentro, se entremezclan por las casetas vendiendo veintenas de libros a familiares, conocidos e incautos varios.
Poca diferencia existe entre esas primeras ferias y las segundas, que hemos llamado macroferias, y que suelen tener un presupuesto mucho menor aunque posiblemente peor distribuido, puesto que es de sobra conocido que los ayuntamientos, que son los que suelen organizar estos eventos más pequeños, tienen listas negras y blancas, en las que dejan fuera a escritores no afines y meten a otros, probablemente de menor nivel, pero adeptos al régimen, por así decirlo. Estas microferias son simpáticas y entrañables, porque consiguen que ciudadanos de la zona puedan cruzar palabras y recibir autógrafos de sus autores favoritos. Aparte de las competencias entre pueblos vecinos, claro está.
Y si hay algo que se repite en ambos tipos de eventos son eso que llamo los ferios del libra: los altanerismos de aquellos que olvidaron de dónde salieron, las luchas y competiciones egocéntricas, las miradas por encima del hombro, los perdonavidas, los apuñaladores profesionales (de todo tipo) y el falserío más absoluto de algunos. Porque, sí, efectivamente, hay grandes amigos que se reencuentran, autores que reciben halagos de sus lectores, coordinadores justos y trabajadores que luchan contra los elementos, y buenas intenciones de concejales de cultura, pero la realidad es que en estas ferias -y, cómo no, en los festivales de toda índole- se saldan cuentas, agravios y oprobios antiguos, se medra, se utilizan los contactos obtenidos para escalar posiciones y colocar las propias obras, y para darse unos aires y notoriedad que a todas luces resultan inmerecidos.
Aun así, hemos de mostrarnos felices de que siga habiendo ferias del libro porque no hay libro tan malo que de él no se pueda sacar algo bueno, y porque la literatura no es sino un medio para evadirnos de nosotros mismos, y también de los otros.
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