Enrique Montiel
Esa música
Estaba leyendo a Quevedo. Con su historia de olvidos. Cuando me reí, porque él mismo, mirando su retrato, que este es cierto y no como el de Cervantes, era enantiosémico en sí mismo. O autoantónimo. Pues tiene pelo y calva conjunta, y la palabra pelambrera, define pelo, vello, abundante y revuelto, y en la acepción 4, significa alopecia. La lengua que siempre sorprende.
De pronto, súbito, suena el latófono y es la singular Tenebrina. Tenebrina Mendoza, lingüista y catecúmena. Experta en creatividad literaria. Esdrujulista y pechardina. Me confirma que va a publicar un libro. Los libros de Tenebrina son muy personales. Demasiado. Tan demasiados por ininteligibles que la han propuesto para el premio "manuscrito Voynich". Por intringulada, fanfulaire y tracamundana. (Se llevaba muy bien con Irundino, que era gargamenaire y refitolero pedestre).
Volví a la lectura de Quevedo. Y se me pusieron las ideas a volar como un cinturón de asteroides con más velocidad que la luz. Tenebrina estimula. A pesar de ser anagnósica y temiente. Pensé en la vida en sí y aquí. Una vez, con su vocecilla peculiarmente trastabilleante, me endilgó lo que sigue.
Este país que cuando alguien alcanza cierta fama, clava el olvido con la pérdida de sus huesos, con la demolición de sus tumbas, con la desmemoria de sus libros. Quevedo en teoría tiene dos tumbas, una pérdida de su huesa en un ministerio en Madrid, y una placa al lado de su tumba que dice que no está enterrado dónde dicen que está enterrado. C’est magnifique. El gran dramaturgo Lope de Vega, acompañado por el llanto general de todo Madrid que acompañó sus restos hasta la bóveda de San Sebastián, muy luego fue olvidado en ella, y a pesar de los propósitos del Duque de Sessa, su testamentario, de levantarle un mausoleo, es lo cierto que no llegó a verificarse, y que sus cenizas fueron confundidas después con las de la multitud. Los osarios comunes gastan esas bromas.
Calderón, también desaparecido, excepto un hueso de una mano, que dicen consta en Barcelona, antes de la pérdida definitiva de todo, tuvo en el Curioso Parlante, un párrafo de la breve inexistencia a la que aspiraba. El más privilegiado en este punto de nuestros antiguos escritores es Calderón, quien, habiendo legado sus bienes a la piadosa Congregación de Presbíteros naturales de esta corte, de que fue Hermano mayor, mereció de ésta un sencillo cenotafio en el sitio de su sepultura, a los pies de la iglesia de San Salvador, que aún existe, con el retrato del poeta, pintado por su amigo D. Juan de Alfaro.
Las cenizas de los escritores valen menos que una vida en la guerra, y por supuesto que su recuerdo, y menos lo que llaman su obra. Muchos más que dieron sus sublimes genios a la literatura o a la pintura, yacen donde no se sabe, el primero Cervantes, y como no, de todas las épocas: Mariana, Solís, Saavedra, Moreto, Tirso, Juan de Herrera, Velázquez, y, también suman olvido los Jovellanos, el padre Isla, Meléndez, Moratín, Cienfuegos, Maiquez, y otros por lo general, cubiertos con extraña tierra
Así que comprendo a Tenebrina Mendoza, que busca ser influencer dentro de la inopinada inopia existente. Loor y gloria, amigos, producto del abono de la envidia, de Invidere, ver, mirar mal, que sepulta sus musitaciones y sus entrañas sobre la endebilísima piel del recuerdo. Ese que borra con su cabeza borradora hasta los libros de historia y las cunetas por escarbar.
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