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Carmen Pérez
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Efecto Moleskine
Una vez fui a casa de Luis Quintero, el del candado de la libertad de expresión y el pájaro jaula. Quería que nos prestase una escultura para una exposición sobre la amistad entre Carlos Edmundo de Ory y Juan Eduardo Cirlot. Eran los tres de la misma familia: artistas autodidactas entre lo surreal y el abismo.
La casa de Luis no tenía timbre, sino aldaba. En una finca semiderruida, él y su mujer, Mercedes Erice, estaban construyendo una santa cueva. Lo hacían todo ellos y se estaban volviendo ahilados y transparentes de tanto trabajar, con su hormigonera en el patio. Luis rescataba tesoros de los escombros de las obras. Así consiguió suelos hidráulicos y piezas que de la basura pasaban a un hogar que era un museo vivo, palpitante y caliente. Coleccionaba huesos de pájaros. Le apasionaba la anatomía. Recuerdo su obra El sombrero del cura: una composición ácida e impecable donde un esqueleto de camaleón se agarra a un fémur humano formando la idea de un sombrero, la radiografía de una usurpación darwiniana. Me explicó cómo comprar esqueletos online o descarnarlos tú en tu azotea. Me mostró un cráneo de pato ficticio esculpido en marfil de mamut y sortijas espectaculares que más que joyas eran talismanes, anillos de Carlomagno. Sus cuadros inquietantes y siniestros dormían en sus paredes junto a obras de amigos.
Me enseñó su biblioteca y me contó la historia del panadero de Cádiz que en los años del hambre cambiaba pan por libros. Me contó episodios de su verdadera vida de cazador de estrellas y ángel de la guarda herido de un hermano suyo que se llevó la droga. Vi una primera edición de Altazor, de V. Huidobro.
Entre sus cajas de marquetería escogí una que se llama Doctrina y quedó emparejada con el poema de Cirlot Momento. A nuestro alrededor saltaban media docena de perrillos con grandes orejas erguidas que parecían avatares del dios Anubis. Nunca jamás había entrado yo en el corazón del horno de un mago con tan prodigiosa curiosidad, tan honda delicadeza, tan envolvente cortesía. Ahora que estamos renovando el callejero, a ver dónde encuentro un callejón al que poner el nombre de Lvis Qvintero: así, a la romana, como le gustaba a él. Misterioso, ancestral y lapidario.
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