Tribuna Económica
Joaquín Aurioles
Inventarios de diciembre (4). Desigualdad
Alguna vez me han preguntado por mi locus amoenus, y sin desmerecer los otros lugares de mi vida como mi pueblo, Puerto Real, al que por supuesto hay que dedicar un artículo completo, o las recién amadas playas de Chipiona, respondo que yo soy feliz, porque se eleva mi espíritu, desde el mar de anclas en el puerto de Conil hasta Playa Chica en Tarifa. He ahí los enclaves, uno a uno, todos de arena, donde esparciría en sus orillas puñaditos de mis cenizas, y como soy grandota, seguramente cuarto y mitad podrían quedarse a los pies de su majestad, el Faro de Trafalgar.
El rey absoluto de la Costa de la Luz, por su porte, por su blanca elegancia y su mirada sabia cuajada de historia. Vuelvo una y otra vez, todo el año, desde que era muy jovencita. Si paso por El Palmar, aunque lo vea desde lejos, no puedo evitar acercarme a saludar. O entrecerrar los ojos, cerquita, en mis noches en la Fuente del Gallo, para sentir sus ráfagas de luz, como latidos luminosos que le dan impulso a la sangre de mis sueños. Con él de fondo he vivido momentos que se han tatuado en la memoria, y que son mi identidad. Sé que no soy la única en esta pasión infinita al sentimiento que el faro despierta, y lo que simboliza. A la vista está que somos muchas las almas entregadas al amor compartido por un paisaje nuestro. Su envergadura imponente de treinta y cuatro metros, acoge, abraza el ánimo con silenciosa humildad. Sé que ustedes, si han estado allí, saben del recogimiento y la emoción que atraviesa la piel cuando uno se asoma a las Aceiteras cuando al despedirse el sol, o cuando al amanecer funde su luz nueva con el último guiño al mar que guía a los marineros. Aún recuerdo el día aquel que contemplé, desde el agua, la belleza del tómbolo, la Breña, Los Caños y Zahora. Y me da miedo, lo confieso, que esa belleza la codicien aquellos que no sienten lo que realmente significa este paisaje.
Trafalgar no es glamour, no es negocio, no es nada de lo que todo lo destruye dejando solo escombros a su paso. Trafalgar no es, no debe ser, un lugar para privilegios que se pagan con tarjeta, no es especulación, ni es lujo privado para los que se jactan de lo exquisito de su paladar y no saben saborear la pureza verdadera: lo sagrado, lo que no se debe tocar. Hay voces, muchas, que se levantan contra el terror ante un futuro en el que con seguridad, porque no hay nada más poderoso que la ambición, veremos morir todos los lugares del alma. No habrá un rincón seguro en el que respirar y sentir la libertad. No tendremos sitios en los que vivir a salvo de la basura mental de los que mandan, a salvo de lo que hiere. Me preguntan muchas veces por mi lugar de amor. Pues ya lo saben.
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