El parqué
Álvaro Romero
Tono alcista
Náufrago en la Isla
La legalidad es la base de nuestra convivencia. La ilegalidad debe ser desterrada y los hechos que a su amparo se cometan deben ser castigados. Este principio no debe ser puesto en duda. En el caso de las casetas y los establecimientos de la playa de La Casería, tampoco. Pero la aplicación de la legalidad contempla, en justicia, la posible existencia de atenuantes y, también, eximentes.
A la hora de discutir el previsto derribo de esas edificaciones precarias (tanto como lo era en su tiempo la vida de los que las levantaron), ese hermoso y peculiar lugar al fondo de la Bahía de Cádiz acumula tantas circunstancias atenuantes, eximentes y exculpatorias que superan con mucho las indudables infracciones que se han cometido.
No sería una de las más pequeñas el simple hecho de la dilación en tomar medidas de cualquier tipo por parte de los responsables, es decir, Costas, culpable del abandono de décadas y de no ser capaz de realizar un plan adecuado. Durante más de medio siglo, ese rincón fangoso de playa fue un lugar olvidado. Tal vez quedaba demasiado lejos de cualquier interés, sólo visitado por sus habitantes hortelanos y pescadores y por un no desdeñable número de isleños, que encontraban alivio para la calor veraniega en sus aguas turbias y en su fondo peligroso y tachonado de peligros para las plantas de los pies.
Esa historia sentimental de la infancia, la que, como dijo el sabio Rilke, es la única patria verdadera del hombre, ya carga de razones la oposición al derribo de las casetas. El saco de los motivos para oponerse se puede llenar aún más con todo eso que precisamente ahora la pandemia nos quiere quitar: largas comidas con familiares y amigos, inacabables cenas de levante en calma, terapéuticos atardeceres, revitalizantes frutos de mar en las mesas…
Le costó mucho, pero ese amasijo de colores chillones sobre hojalata y madera logró al final y de manera única un milagro: que a fuerza de atraer gente de fuera, muchos isleños se dignaran por fin mirar al mar de cara y, de paso, poner la vista en su interior, es decir en lo poco que va quedando de una Isla que quizá desde siempre mantenía en su cara oscura un mundo habitado por hombres y mujeres impregnados de salitre y sol, y no siempre para bien.
Arréglese la playa, límpiese, procúrese no rellenar de arena extraña, y consérvese ese rincón como monumento vivo y latente de lo que a todos nos gustaría ser y tener.
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