El Alambique
Pepe Mendoza
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Qué le vamos a hacer. La Navidad es ya para algunos en La Isla un Papá Noel de guardarropía paseando en un coche de caballos a la jerezana y precedido por una batucada, a la que sigue un cuerpo de baile formado por elfas (?) que ejecutan una coreografía de procedencia y desarrollado indeterminado. Y repartidos por el cortejo, un diseminado de personajes variados de películas Disney y Pixar, desaforados en su afán de saludar con las dos manos a un público familiar, predispuesto y gritón que (es increíble como algunas cosas no cambian) reclama su ración desmesurada de caramelos como si de un derecho humano pisoteado se tratara. Un batiburrillo de exclamaciones.
Hasta a un descreído como yo le resulta rara la ausencia de una Sagrada Familia en el desfile, con María subida al burro y José con su cayado llevando al rucio del ronzal. A fin de cuentas, ellos inventaron todo esto. Para historia fantástica y aventurera, no la hay mejor que la de una familia pobre y desamparada a la busca de posada, rechazada por todos y teniendo que buscar un paritorio resguardado del frío invernal en un establo, o en una cueva según dictamine una u otra imaginería. Yo diría que este cuento es muy difícil de igualar, sobre todo por ese final apoteósico y feliz en el que el niño de un artesano y un ama de casa culmina su venida al mundo con una brillante y sonora ovación interpretada al unísono por unos humildes pastores cautivados y unos celestiales ángeles cantores en las alturas, que atrajeron con su estruendo y luz a unos Magos venidos de tierras lejanas. ¡Y todo eso, muchos siglos antes de Haendel!
Nada que ver las intenciones de aquel niño trascendente con superpoderes, con las de esa parada de personajillos infantiles de sonrisa de cartón piedra. Pero bueno, si aquel tenía como objetivo nada menos que salvar al Mundo, estos se conforman con el noble fin de intentar que la gente compre más. Convengamos pues en que el poco imaginativo esfuerzo está en consonancia con la prosaica finalidad que se busca.
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