Enrique Montiel
Esa música
La lluvia caía casi tristemente, como las caídas de los pasos del viento. No recuerdo una semana tan entera de aguas, como esta semana santa. Me enclaustré. Y me dediqué a leer. Por la cristalera del salón veía el agua lacrimante. Leía, Garduña de Sevilla, de Castillo Solórzano. Será base para especular siglo adelante, sobre una sociedad secreta, presidida por un hermano mayor, que servirá de espejo a la creación de la mafia. Leo efemérides en distintas revistas de historia. Y, como no, el Quijote. Y, claro, una cosa lleva a otra. A la ilustre fregona, donde disfruto cervantinamente con: "¡Oh pícaros de cocina, sucios, gordos y lucios; pobres fingidos, tullidos falsos, cicateruelos de Zocodover y de la plaza de Madrid, vistosos oracioneros, esportilleros de Sevilla, mandilejos de la hampa, con toda la caterva inumerable que se encierra debajo deste nombre pícaro!, bajad el toldo, amainad el brío, no os llaméis pícaros si no habéis cursado dos cursos en la academia de la pesca de los atunes…". Otro garduñeo a modo.
El agua baja más. La marea toma color de caramelo triste. Las nubes amalgamean los grises hasta orillar morados. Las raíces de los rayos desentierran el agua. El día está un mucho blictiri, blictiri es palabra picaresca que no aparece en el DRAE. Ni en el Alea, ni… Palabra es por definición, unidad lingüística, dotada generalmente de significado. Blictiri es una palabra inventada por Boecio como ejemplo de cierto tipo de voces que de por sí no significan nada, pero que pueden dotarse de sentido. Le da carta de naturaleza José Cadalso, quien toma el término blictiri de la novela Fray Gerundio de Campazas, alias Zotes del P. José Francisco de Isla, novela que a lo peor pretendió eclipsar al Quijote.
Llueven gotas blictiris, enquistadas en charcos, pequeñas lagartijas transparentes tras el cristal. Hoy, mañana, ayer, el agua se convertía en tiempo. En la Isla, el que no raja, engorda. El que no se apropia no es propio. El plagio es la moneda universal del indigente literario. También llamados garduños. Dominino Calahorro, un ergástulo, al que llamaban Flor de Te, erudito y metagogerense, aplicaba sentidos a las cosas inmóviles o en letargo para blictirearlas de por vida. Iba por la calle con un libro en la mano y en cualquier reunión que se encontrara o encontrase, abría y leía, declamando en alta voz, ávidamente, mientras la gleba se ponía en fuga. Vestía terno de pata de gallo, y usaba un bastón repujado de cornalinas, que él nombraba alaqueques, y le daba un color de ámbar a la mano dominina que también era la dominante.
Un día de los de lluvia apostrófica y diacrítica, un día de charcos y riachuelos, tuvo que guarecerse en la calle Real, pues no tenía paraguas, en una casapuerta de tronío. Era una tarde casi oscura, de truenos sarracenos y de rayos coruscos. Tres horas diluviando. El libro se le mojó cuando le sucedió la hecatombe no erudita. Sintió como los truenos le contrastaban con las tripas, y la necesidad se hizo real. Fuera de que el ojo del culo es uno y tan absoluto su poder, que puede más que los de la cara, juntos, sintió destientos y tripasomiasis y se empotró detrás de la puerta murallona de la casapuerta. Dominino Calahorro, soltó tripa y tormenta y manchó hasta el libro. En ese instante llegaba el propietario, hallando a Dominino encogido tras la hoja y con los intestinales hedores como bandera. Llamó a la policía. El policía dijo que lo comprendía, pero que él tenía que dar parte… Pues désela usted entera, dijo señalando el oprobio con el bastón alaquequeado. Oe, protestó: Siempre la exterioridad sobreponiéndose a lo esencial, la imagen al pensamiento. La ironía es la retórica del diablo.
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