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La Constitución española, la que tanto invocan algunos, determina que España es un país aconfesional, y que hay separación entre la Iglesia y el Estado. Este debe ser uno de los artículos que más incumplen los políticos que están al frente de las instituciones públicas.
Paseando el otro día por el centro de la ciudad me encontré con una profusión de pancartas colgadas en las calles con los colores de la bandera de España. Pensé que eran de algún acto de afirmación patriótica de los partidos que se han apropiado de la enseña nacional; pero no, leo los textos impresos, e iban dirigidos a la virgen de Los Milagros. Una proclama: “Alcaldesa perpetua”.
Indago en este título civil, y compruebo que fue otorgado en 1966, en plena dictadura franquista, cuando la religión católica era la oficial del Estado y la única permitida. También se acordó “que se inicien los oportunos trámites para que sean rendidos honores de Capitán General con mando en plaza”.
Parece que se mantienen prácticas anacrónicas, propias de estados confesionales y de dictaduras que imponían la religión, con misas y rosarios diarios obligatorios, una moral trentina, y a golpes si hacía falta.
Y esta tendencia a mezclar la Iglesia católica y el Estado la vienen manteniendo todos los partidos. Se ve normal que un alcalde o alcaldesa presida una procesión religiosa, que asista a pregones o a misas cuando a veces ni son católicos ni practicantes; y no lo hacen a título personal, que están en su derecho, sino ostentando su representación, que lo es de un estado aconfesional y de una ciudadanía que en buena parte no comulga con estas ideas religiosas.
Y quien más tendría que oponerse a esta mutua fagocitosis político-religiosa debería ser la propia Iglesia, y los creyentes. No es lógico que un político tenga preferencia y protagonismo en actos religiosos. Pero se acepta, y muchos se jactan de ello. Los políticos buscan votos, y la Iglesia, hermandades, parroquias… beneficios materiales.
Si la virgen pudiera ver esto, se escandalizaría. La humilde mujer de un carpintero, sin más pertenencia que una túnica, coronada reina, con manto y corona de oro, nombrada alcaldesa de una ciudad en la lejana Hispania, y con honores de Capitán General de un ejército, con mando en plaza.
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