El parqué
Jaime Sicilia
Siguen las caídas
Hay que ver la gente, qué mala, que se alegra cuando detienen a una persona por supuesta corrupción. Ni que la hayan juzgado ya. A lo mejor es inocente, el hombre. Y ha dormido en el calabozo junto a otras personas detenidas y no juzgadas que quizás sean inocentes, con lo mal que se debe pasar durmiendo en un calabozo. Un calabozo que yo imagino oscuro, enrejado, con las paredes pintarraqueadas con nombres de personas, palabras, palitos-calendario y dibujos de penes, olor a sudor y amoníaco, y sombras de ratas, charquitos de agua emponzoñada, mendruguitos de pan mordisqueados por a saber qué tipo de animales mitológicos y, quizás, un ladrillo suelto que si lo sacas de su sitio da a la calle directamente. Cuánto mal ha hecho Hollywood en mí.
No, no hay que alegrarse por nadie que entre al calabozo, por mucho que fuera una persona con poder. O por mucho que se enfadara con sus inferiores y superiores. O por mucho que fuera un maleducado. O por mucho que tuviera amigos y enemigos a partes iguales. O por mucho que se reuniera con gente sospechosa de hacer cosas sospechosas. O por mucho que fuera ideológicamente un escorado y manifestara su odio públicamente contra gente con más poder que él, aún siendo responsable de la seguridad de unas noventa mil personas en invierno y doscientas y pico mil en verano.
No, no hay que alegrarse por ello. En todo caso, mejor entristecerse por el hecho de a que a nadie pillara por sorpresa, como si fuera esperable, como si todo el mundo conociera los tejemanejes de tejemanejadores de toda la vida sin que pudiera hacerse nada, como si la corrupción fuera legalizada, justificable y hasta deseable por parte de sus beneficiarios. Para alegrarse, mejor será esperar el juicio, que será dentro de unos sesenta y tres años si la Justicia camina saludablemente (o noventa y cuatro años, si se gripa de vez en cuando), para ver si realmente hay delito y motivos para la alegría.
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