El parqué
Jaime Sicilia
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El Alambique
Vio el hueco perfecto y se detuvo. Intermitente a la derecha. Por el espejo se aseguró de que hacía esperar al coche que le precedía. Maniobró con calma. Los ocupantes de la furgoneta que tenía delante, que acababan de bajarse, ya se deslizaban hacia la playa. Colocó el parasol, con la esperanza de que sirviera para algo. Al salir, cerró los retrovisores laterales y se dirigió al maletero a coger los bártulos. Comprobó que por detrás había al menos dos metros de distancia hasta el bolardo. La furgoneta de delante, sin embargo, estaba más separada aún. Tres metros y medio, calculó a ojo. Arrugó la nariz y volvió a sentarse al volante. Otro coche se colocó a su lado haciéndole señas, pero dijo que no, que lo sentía. Arrancó y dio marcha atrás mirando solo por el espejo interior. Le resultó muy extraño conducir sin visibilidad por el parasol que cubría la luna delantera. Se acercó bien despacio al bolardo. Ahora, se explicó, habría espacio por delante para un utilitario pequeño.
Volvió a recoger los bártulos que aún estaban en el maletero. Cerró el coche y se dispuso, ya por fin, a caminar hacia la playa. Tan lejos y tan cerca; pero El Puerto y sus playas son así. Tan lejos y tan cerca. Miró de nuevo el hueco que quedaba entre los vehículos. Era la mirada de alguien que hace un bien a la sociedad. Pero los coches pasaban de largo, con la esperanza de encontrar sitio más adelante, a pie de orilla a ser posible.
Al adelantar la furgoneta observó el enorme hueco que había dejado esta respecto del coche que tenía delante. Por lo menos tres metros. Si hubiera dejado la distancia lógica entre la furgoneta y su coche cabría un turismo de tamaño normal. Permaneció un rato sin moverse, al sol, con el bolso y la sombrilla al hombro. Quizás se imaginaba vandalizando la trasera de la furgoneta. O quizás pensó en la humanidad en general. No se sabe. Pero las palabras feas salieron de su boca, como si los problemas del mundo nacieran del poco civismo ante la falta de aparcamiento.
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