Enrique Montiel
Esa música
El Alambique
Cuando Netanyahu vino a El Puerto lo que más le gustó fue el barco ese destrozado y abandonado que hay en la ribera del río. Es como si lo hubieran bombardeado, dijo guiñándole el ojo a un guardaespaldas. Cuando vino Putin dijo exactamente lo mismo, recordó alguien. ¿Y cuánta gente murió en el naufragio?, preguntó en perfecto andaluz fenicio. Le contaron que, tras años cruzando la bahía, se había convertido en un símbolo patrimonial, protegido por las instituciones, pero finalmente, el barquito se hundió un buen día, luego lo desaguaron y lo pusieron a secar, a ver si por obra divina se restauraba. Netanyahu, que de asuntos divinos entiende tela, se frotó las manos y asintió en hebreo, como diciendo que solo había que esperar. Igual que su pueblo espera a que llegue el Mesías, el verdadero, que salvará a la humanidad de no sé qué cosas malas. Que el tiempo y la fuerza ponen las cosas en su sitio. Lo mismo que ocurre con las fronteras cuando te obcecas.
En su comparecencia ante los medios, en medio del varadero, aseguró que de las ruinas surgiría un barco más bonito, más pinturero y más funcional, más rentable. Su cohorte de machos eructó al unísono, pues se habían pegado un homenaje pocos minutos antes en un conocido restaurante cercano (el jamón se lo comieron escondidos en el baño de dos en dos, como quien se mete unas rayas). Y luego aplaudieron. También aplaudió la comitiva local, cuyos líderes le habrían besado los zapatos si les hubieran dejado acercarse lo suficiente. Al término del acto oficial, todos miraron para otro lado con gran profesionalidad.
Cuando Netanyahu y sus acólitos encaraban ya el camino hacia el aeropuerto militar, las autoridades locales se quedaron pensativos, tratando de leer entrelíneas. Barruntaron si sería buena idea invertir en el barquito, o acaso quemarlo y dejar que sus cenizas reclamaran una vida nueva, o bombardear alguna pedanía indefensa. En cualquier caso, se quedaron discutiendo sobre quién sería la siguiente persona invitada.
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