El pálpito amarillo
Café Madrid
El pálpito amarillo
Estavez no hemos hecho el ridi. Estupendo primer tiempo de Ocampos y un poquito menos bueno, pero aprovechable, el del otro, o sea, el del malagueño. Lo de Ocampos, su primer tiempo ha sido, dado los paupérrimos matches que hemos presenciado, para ponerle un marco en Corripio, suponiendo que Corripio aún viviera. El otro, ya digo, Onti, si deja de preocuparse de bronquitas y tal, puede ser el segundo estilete de la entidad del istmo. Lo es ya, estimo. Pero el equipo está fofo, no tienen punch arriba. Y un boxeador sin pegada sólo puede aspirar, como mucho, a ganar a los puntos. Lo que en furbo se reduce al dichoso empate. ¿Ven como el futbol tiene su propia ley de composición interna? No hay delanteros que metan la cabeza o el pie. Porque yace fofo arriba. Porque los lacios no funcionan. Los dos buenecitos centran pour rien, que diría Macron mientras piensa en Ucrania. Los lacios nunca están en el sitio, no tienen ni chicha ni limoná. El lacio de hoy, el otro dormía plácido quizá un buen menudo con garbanzos, nunca está para rematar las bolas que meten los dos monstruitos del Cai, Onti y Brian o Braian, para los españoles de la España semicañí.
Esperaba que el segundo tiempo fuere (toma ya subjuntivo) como el último cuarto de hora del primero, porque, aunque ellos llegaron mucho, nosotros, los de la cofradía de nuestro señor de las amarguras amarillas, con suerte y un buen 9, quizá habríamos terminado ganando este dividido partido en el que, hay que reconocerlo, El Graná fue mejorcito; pero no mucho mejor, no.
A ver qué depararía el segundo tiempo, devanaba tras la ingesta de las albóndigas que borda mi santa. Eso ideaba en el sofá.
De momento, me dije, no son mejores los del otro exglorioso, el Graná. Por cierto, y en plan modas-corte-inglés, ¿han visto una camiseta más fea alguna vez que la del Granada? Sí, exclamó uno que tomaba café en el extinto Café Madrid, Columela esquina a Cánovas del Château: “La camiseta interior de Marchena picuito”. O tempora, o mores. Cuánto daría por ser aquel niño que pasaba por delante del Madrid para mirar y admirar a los dioses áureos. Los entonces peloteros del Cai. Usaban fijata y brillantina a mogollón, eran altos y fuertes y mostraban gruesos anillos de oro. Y fumaban. Yo, aún, no, tendrían que pasar ocho años.
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