Tercer recorte de la Fed en 2024
Ciudad de perros
Náufrago en la isla
Esto es imparable: ya hay más perros que niños en San Fernando. Y si la tendencia creciente que reflejan las estadísticas continúa, puede que antes de que acabe el siglo haya más perros que personas, de manera que en un futuro serán los canes los que sacarán a pasear a sus humanos tres veces al día. Eso suponiendo que el instinto cuidador del descendiente del lobo sea semejante al de su mejor amigo, el hombre.
Es imposible saber hacia dónde nos lleva esta deriva, puesto que hay que tener en cuenta que a los miles de cánidos se suman una buena cantidad de otras mascotas. No es difícil imaginarnos viviendo en mundo en el que cada casa sea una especie de selva urbana en la que todos seamos un poco Tarzán, rodeados de amigos de cuatro patas con los que creemos poder hablar: "Ancahua, Toby".
Adoro a los perros y haría todo lo posible por tenerle confianza a los gatos, pero es difícil analizar cómo hemos llegado a esta situación occidental en la que, por un lado, la gente no quiere o no puede tener hijos, y por el otro se entrega con fruición a hacerse cargo de un animal al que nunca hay que dejar de limpiarle las cacas, ponerle de comer y llevarlo de la mano.
A lo mejor es porque con un perro nos ahorramos los recurrentes cumpleaños con los amiguitos, las graduaciones en parvulitos, primaria, secundaria, superior, universitaria, los noviazgos… y tal vez, pero esto ya es ponerse muy malvados, porque en realidad los perros duran poco y a los trece o catorce años se emancipan del todo.
La razón más profunda es seguramente que nos terminamos creyendo el tópico de que los perros son mejores que las personas, que su amistad y amor no tiene fin, que ellos sí darían la vida por nosotros, que siempre nos reciben con alegría y hasta creemos ver sonrisas en su cara no dotada de las decenas de músculos expresivos que hay en el rostro humano. Porque nos reconfortan esos sentimientos que creemos ver en ellos: ese abandono lastimero cuando los dejamos en casa, y esa inmenso alborozo cuando volvemos, sin preguntarnos de dónde venimos a esa hora ni con quién hemos estado.
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