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El Ayuntamiento se va a gastar más de dos millones de euros en contratos relacionados con la Carrera Oficial de la Semana Santa. Vale, está bien, es lo que la gente quiere, cuando uno está a gusto se gasta lo que haga falta, y pocas cosas hay en la que los isleños (no todos, eso sí) se encuentren más a gusto que en medio de un desfile procesional con todos sus avíos de música, incienso y olor a roscos, ese ambiente primaveral y fresco en el que uno se siente joven casi por decreto.
Así que, por todo eso, se diría que los isleños nos gastamos los millones a gusto, sin más preguntas. Los tenemos, así que por qué no. Haciendo un ejercicio inútil de imaginación podríamos preguntarnos si emplearíamos el mismo dinero en ¿qué te digo yo? financiar la producción de películas por parte de jóvenes cineastas o acoger a varias decenas de migrantes durante varios años. Probablemente diríamos que no nos lo podemos permitir. De hecho, allí en Canarias siguen miles de menores porque el resto de España dice que no puede afrontar los gastos que conllevarían su alojamiento y manutención. Hagamos un cálculo y comprobemos: tan ricos para unas cosas y tan agarrados para otras.
Pero será que, como dijo el fundador de todo esto, no sólo de pan vive el hombre y siempre habrá pobres. Así que, hagamos la Carrera Oficial más grande y luminosa que podamos, ocupemos de nuevo la Plaza del Rey laica en una ceremonia religiosa (de una determinada religión, aunque muy mayoritaria) y restrinjamos y cambiemos los horarios de los transportes públicos. El pueblo es soberano y su principal motivación es la diversión de niños y mayores. Y, admitámoslo, pocas diversiones tan aseguradas como la de una calle llena de familias, penitentes y pasos, guiados por el afán de encontrarse todos en el mismo sitio.
Siempre me ha parecido que la Semana Santa aúna (o enfrenta, quién sabe) milagrosamente dos caras que teóricamente están condenadas a no encontrarse, la del devoto capillita y religioso que vive para su Cristo o su Virgen y la del disfrutador de la muchedumbre, la risa y el bar con tapeo. Pero ese milagro, está visto, cuesta su buen dinero.
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