Echar de menos

Dicen que no nos damos cuenta de lo que tenemos hasta que lo hemos perdido. Damos por sentadas tantas cosas, y ponemos tanto foco en aquello que envidiamos, que nos cuesta apreciar el valor de nuestros tesoros cotidianos. Un paseo por la playa, un plato de aceitunas, la salud.

Apreciar lo que tenemos antes de echarlo de menos requiere esfuerzo. Sin embargo, hay algo más difícil aún: echar de menos aquello que nunca tuvimos. Yo, que he pasado casi toda mi vida en El Puerto, no echo de menos la nieve. Como no echo de menos las Fallas, la temporada de los cerezos en flor, ni el pavo de Acción de Gracias. Tampoco echo de menos la lluvia.

Puedo darme cuenta si pasan semanas de sequía. Puedo pensarlo, y alarmarme. Pero recordar la lluvia requiere de mí un ejercicio intelectual: hacer memoria de cuándo fue la última vez que cayó, sopesar los riesgos de tantos días sin precipitaciones. Soy consciente de que no llueve, pero no echo de menos la lluvia, porque nunca la tuve presente.

Ahora vivo en una región que en Francia identifican con el buen tiempo. Aún así, quitando algún mes de verano, es raro la semana que no llueve, con más o menos intensidad. Lo que hasta hace poco era un suceso extraordinario se ha convertido en mi cotidianidad. De modo que ahora sí, he aprendido a echar de menos la lluvia. A notar, antes de tener que hacer cuentas, que lleva tiempo sin caer un chaparrón, que cuatro gotas aisladas no son suficientes, que un cielo despejado no siempre es un buen indicio.

Quizás en mi infancia llovía más. No lo sé, no lo recuerdo. Tampoco sé si hacía más frío, si las estaciones estaban más definidas, si había otoño y primavera. Creo que sí, pero hace tanto tiempo… Y me pregunto si quizás no es eso, el habernos habituado a una realidad que ya nos parece normal, lo que no nos está impidiendo reaccionar ante un problema más que probado por la ciencia. Añorar la lluvia siempre será un argumento más fuerte que cualquier informe sobre el cambio climático.