No entienden de barcos

10 de noviembre 2023 - 00:30

Quienes me conocen saben de mi condición disfrutona y que el buen comer me pierde. Grande es mi devoción por los bares, restaurantes, tabernas, tabancos, asadores y locales varios donde disfrutar de buenas viandas. Amante de la cocina de autor y la venta de carretera, muérome por sashimis y tartares, platos minimalistas de pamplinas deconstruidas, manjares exóticos o una buena fritá de papas con huevo con encaje y chorizo en una fonda de la sierra, una tortillita de camarones en Sanlúcar o una lubina a la espalda en Puerto Real. Donde hay bares hay alegría. Y ni qué decir del placer del desayuno en la calle, siendo éste un vicio sostenible de momento, pues las delicatessen alimentan las lorzas y menguan el bolsillo, ya se sabe. El café en un bar es una institución. Por eso, cuando me topo con un desastre desayunil, mi vida se torna más sombría y el primer impulso es despotricar en privado, claro, ya que prefiero recomendar lugares de felicidad, no lo contrario. Pero les cuento lo que me ocurrió hace unos días en un lugar con solera de Cádiz, escenario de mi infancia, rincón predilecto en Tosantos, Navidad y otras fiestas. No diré el pecador, sí el pecado, y es que a lo mejor no quiero acordarme, ni volver, a no ser que echen un palé de lejía. De todas formas intenté dar una oportunidad y pedí los churros de mis recuerdos con su chocolate. Mientras esperaba (quince minutos), en la mesa de al lado una chica muy airada pidió la hoja de reclamaciones a la simpática camarera que también a mí me trató con gaditano amor, porque el humor brilló por su ausencia, y, para pena penita pena, es algo muy común en este rincón del sur que pierde su luz vertiginosamente, y aunque no se puede generalizar, sí podría hacerse una lista de sitios donde con el currículum piden certificado de sieso. Por fin llegó la comanda, y me estresó muchísimo el cartelito que instaba a cronometrar los churros a engullir por minuto. Ah, me cobraron casi al sentarme, no fuera la menda a escaparse al ver las crías de cucaracha en su apogeo y las broncas del personal. Compartí mi triste experiencia en una red social con el fin de ayudar a construir desde su demolición lo que duele. En consecuencia me espetan con vehemencia que en mi ciudad se centran sólo en los turistas que no vuelven (lógico), y que todo es consecuencia del teofilato y, por extensión, del Kichi, o no, yo qué sé, que si no cata culpa raro sería. O sea, la plaga de cruceristas que agobia las calles cuajadas de barajas echadas de locales cerrados para siempre, trae la miseria, por lo visto, y todo es política y conflicto de intereses. Balones fuera. Es que Cádiz se hunde por el muelle y su gestión chunga, dicen. Aunque de momento, lo único que tengo claro es que las cucarachas no entienden de barcos.

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