El parqué
Jaime Sicilia
Siguen las caídas
La Isla, sí, la Isla, no la de San Fernando que queda, como más cosmopolita y ajena. La Isla, a la cual aún le quedan unas cuantas almenas, cada vez menos, que son verdaderos tejidos para que el aire se vista de barroco. La Isla la de la playa depravada por el fango, su lomo cárdeno, atolón en su entorno lleno de limos, que cubren las estachas, con sus barbas colgantes, y las barcas escoradas casi en seco, esperando que vuelva el agua, ése río sin mar de la marea, que duplica las orillas como una vulva inmensa para dar a luz a gusanas, coquinas, miñocas, camarones, cangrejos azules invasores, los párpados de gueisa de las marcas de las almejas, los cantos rodados pero vivos por dentro que son los corazones de la piedra, el mítico ostión. El violín sediento de las bocas buscando el mar. Esa mar pálida y evanescente, que en la bahía carece de oleajes, asentada por sus sales, como si grávida y maciza, precisara la salina para nacer.
Agua mansa, que en este mes avanza más allá de lo que perdió, lo veo desde mi patio, enterrando, sapinas, salicornias, como un agua cansada de sus tormentas hondas. Ah, siento la isla en cine mudo y gris. Cuando Juan Mena sacaba versos andando por el muelle, cuando los candrayes, botas viejas de arena y sal, -casi no queda alguno-, rodeaban la costa con sus pesados sueños de desguace y derrota. Raíz del abandono.
De cuando en vez, en la distancia, fuera de la Isla, pero casi en la Isla, veo los montones de sal, nuestra minería y su riqueza, que quisieron llamar pirámides de sal, y denomino al ser cristales del mar, monteras de sal, como la que en tantos patios cubrían el aire de cristales.
Todavía la marisma de la ínsula es atrayente, atractiva, extractIva, aun cuando el cieno en la bajamar, el famoso fango que la rodea tal anguila gigante, aleje el destello del agua.
Siempre pensé, y ahora siguen, enterrando media pierna, vendimiadores humildes, para mariscar, vestidos del áfrica del cieno. Gusanas rizadas de la ribera, las navajas sin hoja de matar del muergo, la esmeralda blindada del cangrejo…
Alguna vez, por las evidencias pantanales de la marisma, sufren cortes, heridas… ¡Qué tajo má pegao…!
Po ámono ya, y lava er salabá…
La marisma de la isla en bajamar, brilla como un planeta, como huerta perdida o, todavía, dehesa del pobre. La veo por la ventana de mi patio, esa isla que canto desde el alma, fuera de siglas, partidos, ecos de gente horrible más allá de sus redes.
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