Hollyfield Trump

Cuando se conoció el atentado contra la vida de Donald Trump todos -usted también- sospechamos que podía haberse tratado de un montaje, vimos la casualidad con ojos fatuos, nos arracimamos en la duda menos cartesiana

15 de julio 2024 - 06:00

El magnicidio es la solución rápida del pobre de espíritu, de aquél que no confía en los medios democráticos para resolver los conflictos, esos que no son sino los propios del día a día, aquellos que han de solventar los que normalmente están menos capacitados para ello: los políticos. Que un ex adolescente se parapete en un techo y dispare ocho veces al ex presidente Donald Trump parece un bulo por la incredulidad que provoca. Ver al candidato manchado de sangre, con el colgajo de oreja, su puño el alto, el fuck you, la foto patriótica con la bandera de barras y estrellas detrás, da a entender con facilidad quién va a ganar las próximas presidenciales. Una pista: tiene la piel naranja y no es una mascota de Mundial de fútbol.

A saber qué pasó por la cabeza de Thomas Matthew Crooks, de veinte años, para otorgarle las elecciones en bandeja con su falta de puntería y para otorgarse a sí mismo la dudosa orla de la eternidad. Dejó un muerto y al menos dos heridos, incluyendo al candidato, aunque muchos más muertos de espíritu creó o creará con su labor criminal.

Si unimos a esta suerte de baraka franquista que tienen los multibillonarios condenados, que el presidente Joe Biden luce cual espantapájaros; el humanoide que alguien mueve a distancia desde una consola plena de bombillas de color, la cosa pinta peor aún. Aparte de sus caídas, pérdidas de orientación, y el aspecto de demente senil que desgraciadamente ofrece Biden, nos deja actuaciones que sofocan de vergüenza ajena; la última, presentar a Zelenski, presidente de Ucrania, como Vladimir Putin, su némesis. Esto no es un mero lapsus, sino que ha de provocar que los psicólogos forenses hagan cola a la puerta de la Casa Blanca y saquen lustre a sus DSM-5 (Diagnostic and Statistical Manuel of Mental Disorders, Fifth Edition).

Estamos, cuando hablamos de Biden y Trump, ante dos políticos que no quieren irse, que luchan por no dejar de luchar, si entendemos la política como el acto de la pugna. Biden quiere dejar su cargo, únicamente, por dos motivos: muerte o no elección y, a ser posible, mantenerse en su estado semi-vegetativo para mayor gloria de Kamala Harris. Por el contrario, "Hollyfield" Trump huye hacia delante y busca en el poder presidencial la salida a la miríada de problemas de todo tipo que están cercándolo, la mayoría de ellos, judiciales. Son dos tipos de populismo, en realidad, tampoco tiene por qué gustarnos ninguno de ellos.

Pero hemos de pensar también en una cuestión que clama a nuestra autocrítica: cuando se conoció el atentado contra la vida de Donald Trump todos -usted también- sospechamos que podía haberse tratado de un montaje, vimos la casualidad con ojos fatuos, nos arracimamos en la duda menos cartesiana. ¿Es la naturaleza humana? En absoluto. Lo que ocurre es que nos hemos acostumbrado ya a que nos timen, y exigimos que la estafa sea más y más sofisticada cada vez. ¿Será culpa del cine o de los propios políticos? La respuesta, mi amigo, flota en el viento, pero no todo el mundo quiere verla.

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