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El Alambique
Pepe Mendoza
Inclusión o victoria
El Alambique
Ser miope desde los trece años configuró para siempre mi manera de mirar y de contar. La miopía me ayudó a descubrir que hay historias fabulosas cerca, entre la gente normal. Será por eso también que tengo una especial predilección por las noticias que suceden en los espacios narrativos populares, allí donde solo llegan los altavoces oficiales en caso de desgracia.
Cree uno que la historia de los secundarios, las andanzas sin brillo de esos seres que no tienen quien les escriba, constituye la intrahistoria luminosa del mundo. Solo hay que saber mirar. Con mis gafas progresivas recién estrenadas me puse yo a mirar lo mejor que sé la actuación en preliminares del cuarteto portuense Inclusión o Victoria. Un ejército de fanáticos nazis acababa de invadir Cádiz en carnaval, sin encontrar resistencia porque los gaditanos estaban en la calle buscando alguna cola donde dieran algo gratis. En medio de un alboroto jubiloso y una humanidad conmovedora, los apresados, militantes activos de la Asociación Afanas, defendieron sin complejos su actuación y, sobre todo, la dignidad de su existencia. Fueron un soplo de aire fresco, una cura de humildad para un concurso que se ha convertido en una hoguera de vanidades rimadas, en una lustrosa y afinada banda de egos revueltos.
Mis progresivas nuevas y mi progresismo viejo me alcanzaron para entrelazar ficción y realidad, para señalar a los verdugos y honrar a las víctimas. Pude ver entre los invasores al delegado de Educación de Sevilla, ese señor que aún sigue en su puesto después de perpetrar una pregunta que retrata a un miserable: “¿Para qué quiere un niño con autismo un personal técnico, para que le enseñe a mover la lengua frente al espejo?”. Y a los responsables de ese centro privado gallego en el que los enfermos sin indicios de agresividad eran atados durante semanas. Entre los prisioneros, reconocí a mis tías Carmela y Ana, que penaron sus vidas en el manicomio de El Puerto. Y al bueno de mi vecino Juan, el de los huevos, siempre con la sonrisa y la ternura suelta. Y a Alicia, confinada en su diminuto país de maravillas menudas en el que no ha dejado nunca de brillar el sol compasivo de la infancia.
Quizá sea porque soy miope, pero esas viejas historias de coraje y justicia se ven mejor de cerca.
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