Álvaro Robles Belbel
Nueva escalada del IPC en el conjunto de la Eurozona
el poliedro
Estamos en rebajas, un concepto de mercadotecnia mediante el que, al menos en teoría, los bienes y mercancías de consumo que demanda la gente corriente se ofrecen a un precio inferior a su nivel normal durante el resto del año. Como sucede con los billetes del AVE o con la electricidad, que según la hora en los que se viaja o se pone la lavadora cuestan más o menos, los “saldos” responden a la muy socioeconómica Ley de la Oferta y la Demanda, que –de nuevo, en buena teoría– hace que, si mucha gente quiere comprarlos, los bienes son más caros para una misma cantidad de la oferta de los vendedores; y viceversa: si hay pocos demandantes, los oferentes se vienen abajo en sus precios de venta. Todo este esquema es pura economía, si consideramos a esta disciplina como la ciencia de la escasez: lo escaso es caro; lo abundante, barato. Un esquema transaccional que funciona regido por una máxima resumida en un latinazgo, Ceteris paribus, esto es, permaneciendo constantes el resto de factores.
Por ejemplo, los bienes y servicios subvencionados por un factor llamado Estado pervierten este encuentro entre oferta y demanda en un punto llamado precio. Bendita perversión en asuntos fundamentales como la salud, la educación o el transporte. Un liberal no aceptará el oxímoron bendita perversión, porque cree en otra máxima económica, esta del fisiócrata francés Quesnay, allá por el siglo XVIII: “Laissez faire, laissez passer: le monde va de lui même”; “Dejen hacer, dejen que suceda: el mundo va solo”, un principio moral mercantil, o más bien de fe, que un descreído en los supuestos automatismos de ajuste entre oferta y demanda negará: un keynesiano o un socialdemócrata prefiere la doctrina que sostiene que es necesaria la intervención del sector público como motor del desarrollo económico, o al menos como garante de cierto reequilibrio en la influencia entre los poderosos y los débiles en el juego. Sucede que muchas veces los liberales de fe son más bien neocón, y exigirán libertad libérrima sólo si su bolsillo privado o su derecho a recibir, por ejemplo, atención médica no se ven afectados, y renegará de los impuestos. En la otra esquina del ring de la ideología en política económica, el Estado intervencionista puede entorpecer a los mercados, o ser objeto de corrupción. Como ilustra la genial escena final de Con faldas y a lo loco de Billy Wilder, cuando un Jack Lemmon travestido le dice a su botero y pretendiente que ella es un hombre, y no una mujer. A lo que el timonel replica, encantadito: “Nadie es perfecto”. Ni la economía, claro.
Las rebajas son imperfectas, porque hay rebajas que sólo fingen serlo, y a veces mienten en los números que figuran en las etiquetas o sólo tratan de liquidar los stocks que envejecen o se acumulan en las fábricas. Pero más allá de la picaresca comercial, las rebajas son estímulos que se lanzan a los consumidores cuando estos se disponen a estar tiesos en el veraneo, o bien ya lo están tras las navidades. En esos “valles” de demanda en los que los que la cuenta corriente da bocados –o boqueadas–, las rebajas de enero o los Black Friday buscan recalentar el consumo, o más bien el consumismo. Donde decimos enero, decimos febrero: la cuesta financiera familiar ya no es del primer mes del año, porque las tarjetas de crédito o débito obran el milagro de andar por casa, esa patada a seguir que consiste en trasladar las obligaciones de pago más allá del momento de la compraventa.
Como corolario, permita usted que esta humilde lección de economía doméstica o micro nos recuerde que nunca ha habido duros a cuatro pesetas. Y que el consumo tiene mucho de una irracionalidad que contradice a más no poder las leyes de los mercados perfectos. Dicho esto, allá cada cual, cómo no.
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