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No sé qué me perdí no haciendo el servicio militar. Sí sé lo que gané optando por la objeción de conciencia y eligiendo como destino la oficina de Cádiz en la que se atendía a los reclusos que habían alcanzado el tercer grado y estaban en libertad condicional. Desde que era un adolescente, tuve claro que no quería hacer la mili. La vida en el cuartel, aunque fuera por unos meses, la disciplina militar y, sobre todo, la obligación de cargar con un arma y de, en mayor o menor medida, aprender a utilizarla eran las razones que iban forjando aquella decisión juvenil, que a la vez fue construyendo una conciencia personal de paz y no violencia que, finalmente, me permitió dar de manera convencida el último paso.
Claro, que esto fue posible por el cambio de legislación que eliminó en España la obligatoriedad del servicio militar y permitió optar por hacer en su lugar una prestación social sustitutoria, que así se llamaba el invento. En aquellos años, hubo también otro movimiento interesante, el de la insumisión, una opción que eligieron otros muchos jóvenes pese a no estar contemplada en la ley y que consistía, jugándose incluso la cárcel, en decir no al servicio militar pero, también, a la citada prestación.
En mi caso, el mismo convencimiento que me llevó a optar por no hacer el servicio militar, desde el respeto a todos los que sí lo hacían, me condujo a entender, con todo el respeto a los insumisos, que la opción que ofrecía la ley, la de estar durante un año en alguna organización o institución que prestara un servicio social, era atractiva en mi juvenil intención de ser útil a la sociedad y de ponerme, de alguna manera, en el lado de la gente que más necesitaba que esa sociedad les apoyara.
Así, hice la prestación social entre diciembre de 1994 y el mismo mes de 1995, en un intenso año en el que tuve que combinar mi presencia por las mañanas en aquel servicio a los reclusos con mi trabajo por la tarde en la redacción de este periódico. Sin olvidar que llevaba, en lo personal, apenas un año y medio casado.
Pero el esfuerzo, que fue mucho y por momentos agotador, mereció la pena. Durante ese año estuve cerca del trabajo de las dos asistentes sociales del servicio, Cruz y Petra, a quienes apoyaba en su labor de atención a los reclusos que estaban en libertad condicional y que, una vez al mes, debían presentarse allí para ser atendidos. Era como si la vida les diera una segunda oportunidad que algunos aprovechaban y que otros dejaban escapar. Conocí a personas condenadas por tráfico de droga, gente que había robado y otros que habían cometido algún asesinato u homicidio. Aquello despertó en mí muchas conciencias y me enseñó, entre otras cosas, que cada persona tiene detrás de sí una historia que ha condicionado las peores decisiones de su vida. Historias que no siempre justifican sus humanos errores, pero que ayudan a entenderlos. Y yo, de paso, me sentí útil.
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