El Alambique
Alejandro Barragán
Envidia
Sí, es verdad, odio La Isla. Al menos tantas veces y con tanta fuerza como la amo. Claro, que en el fondo, ¿qué culpa tiene un pueblo y quién lo constituye? Teniendo en cuenta que somos casi 90.000 almas sufriendo y disfrutando de este pedazo de tierra (y de mar) ¿cómo podemos odiar o amar a tantas individualidades? Pero es así: hay ocasiones en las que todo lo que dentro de mí me empuja a admirar lo mío palidece ante todo lo que considero ajeno, aun estando aquí dentro.
Concretemos: ¿de qué estamos hablando? Allá vamos. Odio, por ejemplo, esas amplias terrazas desordenadas a las que la gente (ese colectivo indeterminado en el que nunca nos incluimos y tan conveniente para criticar) acude a desayunar en tropel casi vandálico a ocupar mesas como el que conquista territorio ignoto y, por supuesto, arrasable. Arrastran mesas y sillas metálicas con estrépito para conformar un comedor casi familiar, pero en el que se sienten impunes para, a la hora de abandonarlo, dejarlo como campo de batalla tras una victoria cruenta.
Así los espacios exteriores de los bares aparecen al rato, con el mobiliario desalineado, las mesas desbordadas de restos deslavazados y rodeadas de algún cubierto caído y no rescatado, servilletas arrugadas y migas por doquier: el escenario soñado por palomas y gorriones siempre al quite, como naturales e improvisados barrenderos de los que la Naturaleza nos provee pero rebeldes a cualquier etiqueta social. Si el sobrepasado camarero tarda en aparecer, como es lo usual, el festín se convierte en un cónclave de aleteos y peleas aviares digno de un documental de La 2.
Se dirá, y con razón, que estas escenas no son exclusivas de nuestro pueblo, pero eso no refrena mi impulso odiador, puesto que son las que sufro, aunque cada vez menos, dada mi postrera tendencia a renegar de los bares, no hace mucho tan queridos. Todo eso acrecienta, desafortunadamente, mi sensación de náufrago en esta Isla que aún me sigue dando, sin embargo, otros momentos gloriosos de los que a lo mejor hablamos en otra ocasión. Al fin y al cabo, la contradicción es el entorno en el que la mayoría de las personas nos movemos. Y que así sea, mientras tengamos amor que contraponer al odio.
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