Paseo con fantasmas

Náufrago en la isla

Si llegábamos hasta la esquina del Zaporito, aquello parecía la frontera con la nada, aunque para nosotros era la puerta al mundo de los esteros, llenos de criaturas de muchas patas y prohibidos por el mandato de los padres

01 de julio 2024 - 06:00

Vuelvo muy de vez en cuando a recorrer las calles de mi infancia, menos veces de las que quisiera porque, aunque me gusta, no quiero abandonarme demasiado a la tan dulce como traidora nostalgia. Pero claro que sí, es un placer indefinible bajar otra vez por la calle Dolores echando un vistazo al escaparate de García Bozano, certificando que la cabeza del león de Correos siga allí aunque ya casi nadie deposite en su boca las antes cotidianas cartas.

Pero como paseamos no sólo con nuestros pies sino con nuestros recuerdos, a cada paso salen de las casapuertas, de los cierros, de las ventanas personajes, palabras, gritos, bromas y hasta miedos del pasado. Incluso de aquel patio de vecinos que ya no existe emerge la voz de tiple de aquella vecina oronda que amenizaba las tardes con sus gorgoritos venidos de quién sabe dónde.

La accesoria que vivió nuestras apretadas carreras y peleas de hermanos, primos y vecinos tampoco está ya, pero es como si estuviera, y desde fuera sigo viendo el patinillo, los lebrillos, la gran jaula donde el vecino criaba canarios y verderones, y la escalera gris que subía a la azotea que era el patio de recreo de todos, niños y mayores que no teníamos miedo del precario pretil que nos separaba de una fatal caída nunca ocurrida.

En la calle Lista, entonces sólo un callejón de pavimento escaso de adoquines redondos y aceras desiguales de losas de Tarifa, parecía estar la divisoria de dos mundos: hacia arriba, buscando la calle Real, la mayoría de las casas eran individuales o en todo caso partidas en dos familias; hacia abajo, abundaban los patios de vecinos multitudinarios, algún garaje e incluso un establo del que salían efluvios animales.

Si llegábamos hasta la esquina del Zaporito, aquello parecía la frontera con la nada, aunque para nosotros era la puerta al mundo de los esteros, llenos de criaturas de muchas patas y prohibidos por el mandato de los padres, que castigaban nuestras incursiones en esos parajes de los que volvíamos siempre con barro en los zapatos como pruebas evidentes de nuestra transgresión.

Siempre paseo solo y a la vez acompañado por decenas de fantasmas por esas calles.

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