El precio sube y se queda arriba

el poliedro

22 de junio 2024 - 11:06

La concentración de poder por parte de una empresa o holding en un sector es una amenaza para el mercado, cuya versión más dañina para los clientes y la libertad de intercambio es lo que en Estados Unidos se comenzó a llamar trust, hace nada menos que casi siglo y medio, cuando la llamada Ley Sherman Antitrust (1890) reguló –para evitarlas– las concentraciones monopolísticas de compañías con excesiva capacidad de manejar los precios: si el tamaño importa y aporta mayor eficiencia y empleo, el excesivo tamaño es una perversión económica. Es más objetivo, por identificable a efectos de control gubernativo, el trust que el cártel, que responde a un subrepticio pacto entre pocas compañías rivales, mediante la cual los precios y la oferta no se manejan por un gran agente monopolístico, sino por un oligopolio que responde a un adagio popular: “Entre bomberos no nos vamos a pisar la manguera”. “Hagamos caja”. En España, el regulador de la competencia (CNMC) recauda para el Estado una despreciable cantidad de las multas que impone. Hacer un pan con unas hostias.

Recientemente, tras la crisis energética provocada por la Guerra de Ucrania y por la avidez industrial del comucapitalismo chino, hemos notado, y cómo, que los precios han sacudido a los inputs o materias primas –acero, cemento, aluminio y largo etcétera– con las que las empresas constructoras combinan sus procesos productivos. En cascada, también en otros muchos sectores dependientes de, por ejemplo, el transporte. Una inflación exuberante que ha mermado el poder adquisitivo de las familias en otras necesidades, como las de alimentación. En esos mercados se produjo un encarecimiento que, en parte y lógicamente, se debía a esas causas sobrevenidas, pero que, en otra parte, se originó por ententes no formalizadas entre quienes vieron una oportunidad de forrarse a corto plazo metiendo el lápiz en sus facturas. Arribistas de ocasión; no siempre constituidos en cárteles, que han dinamitado la solvencia y la liquidez de las pymes, incapaces de repercutir los sobrecostes. Las familias e individuos vieron cómo, de repente y sin vuelta atrás, reformar un cuarto de baño o cambiar sus viejas ventanas era una odisea homérica en relación con sus salarios e ingresos, cuya capacidad ante los nuevos precios arrojaba un saldo netamente perdedor.

Una máxima económica no escrita –que uno sepa— establece que, tras la tempestad de la inflación desatada, la calma no cursa con un descenso de los precios que se desorbitaron: pagar en pocos meses el doble por el café, el aceite de oliva o las picotas es un daño que vino a quedarse en los bolsillos de la gente corriente, la inmensa mayoría. Para el último eslabón de la cadena, la inflación no tiene vuelta atrás, o poca: las subidas nos las comemos; las bajadas, ya iremos viendo... que en general va a ser que no, o sólo cosméticamente. En ese contexto de precios por las nubes, los impuestos indirectos –por el consumo, IVA fundamentalmente– fueron un maná para las arcas públicas. Gana quien es fuerte: las empresas demasiado influyentes y el propio Estado; pierde el resto: la mayoría, desde las clases medias para abajo en la escala socioeconómica. ¿No es lo verdaderamente contrario a la nutritiva libertad de mercado el desequilibrio de poder en el juego de la oferta y la demanda? El derecho a la vivienda, como ejemplo paradigmático, es una entelequia. Es éste el mayor problema social de un país como España. Una negación de estabilidad –una casa en la que vivir y criar– que nos estalla en las manos y alimenta las propuestas ultramontanas a ambos extremos del arco político, las que maman del miedo de la gente de a pie. En concreto, de la gente joven. Mientras, las grandes mayorías –PSOE y PP– juegan encarnizadas a odiarse, de espaldas a sus masivos votantes.

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