Tribuna Económica
Joaquín Aurioles
Inventarios de diciembre (4). Desigualdad
En la vida de todo escritor hay un momento que se destaca como un faro en la noche: la publicación de su primer libro. El orden de los tiempos, una obra concebida al alimón por Enrique Bartolomé, María Lizaso y un servidor, ha visto la luz por primera vez en el salón de actos del Instituto Santo Domingo, y con ella, un torbellino de sensaciones que solo puede compararse al nacimiento de un hijo.
Escribir un libro es, ante todo, un acto de valentía. Es desnudar el alma ante un público invisible que juzgará cada palabra, cada idea, cada suspiro plasmado en el papel. Pero también es un acto de amor, un legado que trasciende el efímero paso del tiempo y se convierte en un puente hacia la inmortalidad. En este caso desnudando las almas de otros a través de sucedidos, de leyendas urbanas, y de la vida y milagros de personajes y edificios que han configurado la fisonomía de nuestra ciudad.
El orden de los tiempos no es solo tinta sobre papel; es la cristalización de sueños, debates y revelaciones compartidas. ¿Qué legado dejaremos cuando las agujas del reloj se detengan? De eso reloj de la Prioral que tan magníficamente nos ha pintado María Lizaso, y que es testigo fiel y mudo de los aconteceres de nuestro pueblo.
Al lado de Enrique y María he aprendido que escribir es también un diálogo, una conversación entre almas que, aunque distintas, buscan un fin común: entender y ser entendidos.
Y luego está el momento mágico, el instante en que el libro, aún oloroso a tinta fresca y a promesas, llega a tus manos. Es un objeto pequeño, quizás, pero infinitamente grande en su significado. Es la prueba tangible de que, a pesar de los miedos y las dudas, has logrado algo extraordinario.
El orden de los tiempos es más que un libro que cuenta historias de un pueblo; es un trozo de nosotros que ahora vive por sí solo, que dialogará con lectores que nunca conoceremos, en tiempos que quizás no lleguemos a ver. Agradecido y honrado por las muestras de cariño recibidas por tantos amigos que llenaron, porque quisieron, las butacas del salón de actos del Instituto Santo Domingo.
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