Enrique Montiel
Esa música
CUÁNTAS veces la pienso. La memoria es un juego del olvido. La memoria es el selector que elimina lo inevitable pero que no tiene eco, ni poso, ni recuerdo, ni debe tenerlo. Aquella canción de amor flota para dar aliento, ahora, a mi isla, esa que parece diluirse entre la marisma y la desidia, entre dos aguas, como siempre, como la añeja guitarra de Paco de Lucía, que siembra viento entre los huecos del sonido del mar.
La pobre isla que tenía huertas, huertos, jardines, esteros y un tejido industrial y militar, malvive ahora con un jirón de ese tejido y la ausencia de todo lo demás. Ínsula decreciente, menguante, cada vez más vacía.
Pero el olvido, niño sobre el corcel de la memoria, borra caras, nombres, cargos, gestiones, indigestiones, apepsias y dispepsias de politiquillos arteros que fueron fracasando a la Isla, con sus carencias, inseguridades, celos e indigencias, haberlas haylas en todos los partidos, como las meigas chuchonas y marimantas, que todo lo revuelven y desastran más allá del azar.
Eran estéticas las mazas medievales de los alcauciles en las matas, el cardo borriquero con su penacho púrpura a lo chançon de Roland, héroe de la dulce Francia, entre breñas y riscos, tal que ellos, ante la soledad de la batalla. Igual que los jazmines con su "blancura pequeña" a los que había que avisar según Lorca para que, por lo visto, el coñac de las botellas se disfrazase de noviembre…y la mar se curtiese para escorar ante el patio de Berenguer.
El mar era también el espacio de la retama, la salicornia, la sapina, entre la arena y el fondo, ese tipo de plantas tan espumosas, tan nítidas, tan esenciales. El violeta de la salicornia en flor como un homenaje ribereño a la cañaílla de la púrpura y la nobleza. La flor del saladar, el sitio donde la mar recuesta el sueño mineral de sus espumas.
Esa Isla necesita alma, corazón y vida. Alma para comprenderla y luchar, para buscarle los tres pies al gato de la abulia, esa que nos pone a todos de mal humor, mientras se percibe al tiempo como algo que roe el exterior para dejarnos en nada.
Debemos luchar, todos, por cambiar la actitud pasiva de tantos y tantas, y de unos y unas que creen ser el eje del universo, el centro del mundo, el salvador/ora de la Ínsula.
Por la mañana, al alba, el celaje es el hirsuto labio recortado donde se concentra la negrura. Las nubecillas que escapan de él son casi cascarillas de moluscos albos. En la marisma, la perdiz cuchichía, el jilguero gorjea, el chamariz o verdecillo retuerce el trino como la vieja garrucha/carrucha sin engrasar de un pozo, a lo mejor, sus ecos son canciones, alma y vida para no dejar al viejo corazón tan desangrado de desganas. Y, si para colmo has de asistir al cementerio, en uno de los patios solitarios, rodeado de nombres y de fechas, te verás entre Larra y Mesonero Romanos. La vieja pregunta de la nada. ¿Será posible que aquí, donde al parecer estoy solo, me encuentre rodeado de un pueblo numeroso, de magnates distinguidos, de hombres virtuosos, de criminales y desgraciados, de las gracias de la juventud, de los encantos de la belleza y la gloria de saber? «Aquí yace el excelentísimo Don…» ¿Será verdad que el silencio es el fondo del no ser? La nada no impone distinciones. No sé. La verdad es sólo una perspectiva. El tiempo una percepción. La estupidez una realidad.
No sé. La vida es agua si la mar es tiempo.
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