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Lola Quero
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De poco un todo
CON independencia de una concreta fe religiosa, confesar los pecados es una necesidad universal del hombre. El que se salta el régimen de adelgazar que se propuso firmemente la noche de fin de año, va buscando a quien contárselo, compungido, esperando unas palabras de alivio, una leve penitencia y no sé si un propósito de enmienda. A mí nadie me cuenta sus batacazos dietéticos: salta a la vista que no soy un experto en la materia. A cambio, es raro el día en que alguien no me susurra, arrepentido, que lee poco, o nada.
Como confesor bibliófilo tengo mucha manga ancha. En el fondo, porque sospecho que la lectura es más bien un vicio, a poco que uno se deje llevar. Pero eso no lo digo, para que nadie crea que lo quiero epatar haciéndome el disoluto a estas alturas. En cambio, explico que entiendo perfectamente que no se lea apenas (o menos, incluso): la vida que llevamos nos deja poco margen.
Los penitentes se agarran presurosos a ese idea y, dando hondas cabezadas de asentimiento, suspiran: "¡Es que no hay tiempo para nada!" Y es verdad que tiempo hay poco, pero nos veo aún más faltos de tempo. No es tanto que no tengamos tiempo libre como que llegamos a él con el corazón a mil por hora o tan cansados que caemos como un peso muerto. Qué bandazos damos del estrés al aburrimiento. Y la lectura exige un tiempo propio, interior, acompasado al que marca la obra, equidistante del nerviosismo y del sopor. Blaise Pascal, nada menos, lo dijo claro: "Cuando se lee demasiado deprisa o demasiado despacio, no se entiende nada".
Vamos a acelerones y frenazos y así, aunque arañemos un rato para abrir un libro, no podemos leer, porque nuestro ritmo sincopado es incapaz de seguir la música de cámara de un poema o la gran sinfonía de una novela buena. Por suerte, "donde crece el peligro", como dijo Hölderlin, "crece también la salvación", y si uno consigue entrar, dando un salto, en el libro, una de las recompensas principales será habitar un tiempo más conforme con los latidos del corazón. El buen libro sabe crearlo y envolver al lector bien dispuesto. Vencida la barrera de entrada, se sale de la lectura con un paso nuevo, limpio de agobios, como tras una ducha de tempo. Se vuelve entonces, qué remedio, a los acelerones, los frenazos en seco, los cambios de rasante y los atascos, pero con una sonrisa a la vez irónica y benévola. Por eso, enseguida, leer se convierte en un vicio.
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