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LA primera impresión fue impactante. A primera hora, en la portada del Diario, me topé con Artur Mas rodeado de un mar de brazos levantados. La imagen me retrotrajo, de un golpe de vista, a las de los años 30 y sus concentraciones fascistas o similares, con su teatralizado y dramático culto al líder. Tal vez era una confusión debida a la falta de café, pero fue intensa y aromática, y tuvo un efecto cafeínico. El susto me subió la tensión. Ya más despabilado pude comprobar que ese bosque de brazos extendidos eran personas haciendo fotos con sus móviles.
Otros tuvieron el mismo déjà vu. Y el profesor (y maestro) Sánchez Saus nos ha explicado que la imagen, más que fascista, remite a los grandilocuentes cuadros de época del siglo XIX, con su inconfundible historicismo histriónico de cartón piedra. Es una prueba más de la genealogía decimonónica del nacionalismo. Claro que de esa misma gesticulación impostada la tomó el fascismo. O sea, que sólo es cuestión de antes y después: todo relacionado.
Y si seguimos el hilo, ¿quién nos dice que el selfie no es el saludo de un nuevo fascismo? Confieso que trato de aprovechar una impactante analogía icónica, el brazo levantado (¡alzad los brazos hijos del pueblo 2.0!), pero se dice que una imagen vale más que mil palabras y que el gesto es el espejo del alma. ¿El selfie no es, acaso, el saludo a uno mismo -líder supremo-, una consecuencia muy directa de la glorificación del yo, de la apoteosis de la subjetividad y de la sentimentalidad exasperada? Que son, precisamente, las fuerzas que imperan en la opinión pública y, por tanto, en la dirección política de nuestras sociedades.
Algunos me podrán objetar que el mar de brazos levantados alrededor de Mas (¡Ave César, los que se van a independizar te fotografían!) no eran selfies. No, no directamente. Pero en esta costumbre de ver la vida a través de las fotos de nuestros dispositivos hay mucho de selfie reversible y rebuscado. Es evidente que un fotógrafo profesional hará una foto mil veces mejor que la nuestra -piensen en las estupendas que hace, en esta casa, Fito Carreto, por no irnos lejos-, pero con las nuestras decimos: "yo estuve allí, cerquísima". El yo, por tanto, es la razón. Además (y volvemos al siglo XIX) la convicción, de nuevo vanidosa, de que cualquier momento que vivimos nosotros (otro selfie, y ahora colectivo, que es peor) es importantísimo, histórico. Ya, ya.
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