Quizás
Mikel Lejarza
Toulouse
de todo un poco
NUESTRA Semana Santa, aunque mucho más antigua, se empapó bien de contrarreformismo. Eso, que tan claro está en los libros de Historia del Arte, se ve en vivo en las calles de nuestros pueblos y ciudades estos días. El alma del barroco se resume, a mi entender, en una aspiración a no renunciar a nada. Ése fue el nervio de la Contrarreforma, que tomó las críticas razonables de la ruptura protestante, pero sin apartarse un ápice de la tradición: de ahí sus volutas y gráciles contorsiones.
En la Iglesia, de múltiples moradas, hay otros espiritualidades, y muchas aspiran al absoluto a través de la renuncia y la línea recta. Cuánto le debemos al Císter, por ejemplo. Pero la Semana Santa es la exacerbación de lo barroco. Procesiones que representan la Pasión y que son, a la vez, una fiesta no podrían ser simples. Para entender esta paradoja central, Pedro Muñoz Seca hizo su copla: "Virgen de la Macarena, / ponte la cara bonita / que ya sabemos to er mundo / que el Domingo resucita".
A partir de ahí las paradojas se precipitan en constantes cataratas, y las sostienen, combadas, las columnas salomónicas de los varales de los palios, y las etéreas del humo de las velas y el incienso, y el marfil blando de la candelería -cuyos goterones de cera hacen un floreo frágil y efímero-, y los alambicados trazos de los sinuosos recorridos procesionales. La mezcla de ascetismo y estética se desborda a cada paso, mas se contiene, sin embargo, en unas noches que, inexplicablemente, se vuelven íntimas.
Cualquier sentido -la vista, el tacto, el olfato…- está asediado por tantas incitaciones contradictorias que acaba multiplicado. Rememoren la música: desde las bandas, tan abultadas, hasta la rota y sola saeta. En medio, suspiros, susurros, aplausos, chisteos, tintineos de plata, oraciones, jaculatorias, roces de sedas...
El nazareno que, tras el velillo, reza, se agota, se exalta, saluda a un conocido, contempla nostálgico la ciudad de su juventud, sonríe al ver a los adolescentes de hoy, vuelve a rezar, da cera, oye cientos de fragmentos de conversaciones, anda un poco, vuelve a pararse interminablemente y va culminando su recorrido, está uniendo, lo sepa o no, unos extremos tan dispares que sólo caben en los latidos del corazón. Todo acaba a los pies del Cristo y de la Virgen, desde la inmensa luna llena hasta las mínimas molestias del cansancio. La Semana Santa no renuncia a nada.
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