La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
Su propio afán
EL lector con empatía suele compadecerme de corazón por la periodicidad diaria de esta columna. Se lo agradezco, pero mi problema, en realidad, no es el tiempo, sino el espacio. No escribir cada día, sino ceñirme a los 2.400 caracteres justos. A menudo, sobre todo en los artículos políticos, la columna se me queda muy corta y querría explicarme mejor y tamizar los matices y multiplicar los sin embargos. Sin embargo, con los artículos importantes, siempre sobra espacio, porque bastaría un párrafo o, si es de verdad trascendente, una frase o dos.
Me pasa hoy con lo que me pasó ayer. Enfilaba la avenida todavía llamada José León de Carranza y tuve ante mis ojos un bellísimo efecto óptico y, por tanto (por bellísimo), moral y teológico. Vi que los semáforos de la larguísima avenida eran, entre las luces de Navidad, otras luces de Navidad, y que allí habían encontrado su auténtica vocación, la contemplativa o, mejor dicho, la contemplable. Cambiaban de verde a rojo, pasando por el ámbar, con el ritmo con el que amanece y oscurece en un belén sofisticado. Esa imagen -ya ven, un párrafo- es mi artículo de hoy, fue mi oración de ayer.
Al lector inteligente y sensible (o sea, a todos ustedes) no tendría que añadirle nada más. Él (esto es, usted) ya sabe que descubrí que los semáforos de las avenidas son las luces secretas de Navidad que montan guardia, a pie firme, todo el año. Las estrellas hacen lo mismo, sí, aunque disimulan peor, y es difícil mirarlas diez minutos sin atisbar la trascendencia ni pensar en la estrella de Oriente. Con los semáforos es distinto. Antes de que des con su secreto, el de atrás te pita para que te percates de que ya se puso en verde. Pero ahora, en Navidad, y con las perspectivas amplias de una gran avenida recta, ellas se descubren. Brillan más y mejor y en su ambiente, entre las luces de Navidad.
Me he hecho dos propósitos. Pararme y recordar las luces de la Navidad cada vez que vea un semáforo, como un árbol de Navidad conceptual, como un espía de Dios, como un guiño de sus ojos juguetones. Y correr siempre bajo la lección del semáforo. ¿Quién dice que mi rutina a pie de calle, entre los humos diarios, no es en el fondo o en lo alto, o en el fondo y en lo alto, como en la avenida, una luz más de Navidad que brilla como nunca en estas fechas? La Navidad también significa eso: el sentido encontrado, de nuevo, en lo más humilde y cotidiano.
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