Fernando Mósig

Cirartegui, Parodi y el Santo Entierro

29 de marzo 2015 - 01:00

3datos históricos y artísticos inéditos (I)/HACE ya unos años informamos en la prensa local (véase, por ejemplo, el Diario de Cádiz, en su edición de San Fernando, del jueves 22 de marzo de 2001, página 30) que la imagen del Cristo del Santo Entierro, titular de la cofradía establecida en la iglesia del Carmen, era una obra tallada por José de Cirartegui Saralegui, escultor del Arsenal de la Carraca, a fines del siglo XVIII.

Hoy, con motivo de la reciente y estupenda restauración de esta efigie isleña llevada a cabo en Sevilla por el profesor Pedro Manzano, ofrecemos con mucho más detalle la historia de la autoría de dicha imagen sagrada procesional, la cual forma parte sin duda del patrimonio religioso, histórico y artístico de nuestra ciudad.

El médico historiador Salvador Clavijo escribió en su historia de la ciudad de San Fernando publicada en 1961 que el padre Santiago Parodi, a quien calificaba de "sacerdote ejemplar", "amante de San Fernando" y "fervoroso propagador de la fe", merecía ser recordado históricamente. Pero ¿quién era realmente este sacerdote y cuál fue su relación con la imagen cuya historia vamos a exponer aquí?

Santiago (o Jacobo, o Jaime, o Jácome en una versión más arcaizante; es lo mismo, dependiendo de la traducción castellana que prefiramos usar de su nombre de pila italiano: Giacomo) Parodi Macaggi era un sacerdote procedente de Génova, establecido en la ciudad de Cádiz en 1777 -donde sirvió como capellán de algunas casas nobles- y luego en la Real Isla de León en 1782 -como capellán de generales de la Armada y del Hospital de San José- desplegando aquí una incesante y controvertida actividad fundadora durante los primeros años del reinado de Carlos IV (1788-1808).

La inquieta y sorprendente figura de este presbítero italiano concitó en torno a su persona firmes fidelidades y ásperas aversiones. En su época, gozó de la protección entusiasta de los seguidores de su obra y resistió el desdén, cuando no la intransigencia, de los detractores de la misma, entre éstos últimos la mayoría de sus superiores en la jerarquía eclesiástica.

¿Piadoso? ¿Embaucador? ¿Asceta iluminado? ¿Advenedizo oportunista? ¿Retrógrado trasnochado en el amanecer de la razón y las libertades? ¿Romántico pionero en el ocaso del absolutismo y la superstición? Cuanto más sabemos acerca de él, cuantos más datos recopilamos sobre su obra, más nos desconcierta y menos seguros estamos de sus motivaciones íntimas.

En cualquier caso, la ciudad de San Fernando le debe a este sacerdote genovés tres hitos de su historia religiosa y de su patrimonio histórico y artístico, frutos de las sorprendentes empresas en las que se involucró durante la última década del siglo XVIII.

En primer lugar, la desaparecida ermita de Nuestra Señora de la Salud, situada a la salida de la Isla de León camino de Cádiz, por cuya materialización, consagración y funcionamiento luchó tenaz y denodadamente durante esos años finales del Setecientos. El padre Santiago generó, además, una documentación tan copiosa sobre ella, tan ingente, que nos permite saber hoy más acerca de la capilla de la Salud, inexistente hace ya más de 160 años, que sobre otros templos isleños edificados en la misma época (por ejemplo, Santo Cristo de la Vera Cruz, Divina Pastora…) y existentes en la actualidad, pero de cuya gestación e inicios no sabemos tantos datos como quisiéramos.

En segundo lugar, la Isla de San Fernando le debe la propia Hermandad del Santo Entierro de Nuestro Señor Jesucristo que se fundó en la referida ermita en 1793 y que fue aprobada por el rey dos años después. Una asociación de fieles a la que insufló su personalidad y modeló a su gusto.

En verdad, esta cofradía es hija directa de sus afanes: para ella dispuso la referida capilla de la Salud, obtuvo que el templo se denominara también "del Santo Entierro", logró patentar (o "estancar", como dicen las fuentes) la exclusividad de la imagen titular usando de sus influyentes valedores y de sus contactos en las altas esferas políticas, consiguió el favor y el beneplácito de las autoridades locales seglares (no tanto de las eclesiásticas, que siempre contemplaron con suspicacia sus manejos) para sus procesiones, y atrajo la devoción y el apoyo económico de los estamentos elevados de la sociedad isleña de aquel momento histórico.

Tuvo también la originalidad de concebirla como una corporación religiosa ajena y distinta de la veterana Hermandad de la Soledad, a diferencia de lo que era habitual en las localidades vecinas, empezando por la propia capital gaditana, en las que Soledad y Santo Entierro formaban una sola cofradía; pero a semejanza de lo que ocurría ya entonces en otras ciudades de nuestro entorno cultural, como Jerez o Sevilla, en las que eran y son hermandades independientes. Esta dualidad, querida y conseguida así por el clérigo ligur, sería durante buena parte del siglo XIX fuente de conflictos entre ambas hermandades cada vez que quisieron armonizar sus intereses.

Este celo por hacer de la Hermandad del Santo Entierro una corporación distinta e independiente trajo causa, indudablemente, en la rápida y ardorosa veneración que despertó su tercera contribución a la localidad: la devota imagen de Cristo yacente representando la decimocuarta y última estación del Vía Crucis.

Pero hubo dos de ellas: la primera, de origen genovés; la segunda y definitiva, de filiación carraqueña. Nosotros nos centraremos aquí sólo en esta tercera contribución imaginera y artística de dicho turbulento presbítero, sin adentrarnos en la historia de la ermita de la Salud ni en la de la cofradía en ella fundada y establecida.

(continuará)

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