Enrique / García-Máiquez

Corregir al que yerra

Su propio afán

20 de mayo 2015 - 01:00

Alas obras de misericordia no hay que quitarles hierro. No son frasecitas blandas en el reino de los sentimientos dulzones. Que exigen mucha firmeza con uno mismo lo aprende de inmediato quien se ponga a practicar incluso las más oenegésicas de ellas, como dar de comer al hambriento. Otras veces la dureza que implican parece dirigirse contra el prójimo. "Enseñar al que no sabe", podría ser el caso para los más cerrados, pero la estricta por antonomasia es "Corregir al que yerra".

En principio, la humildad, aunque con más frecuencia la pereza o el miedo o, sobre todo, la indiferencia nos impiden llamar la atención al prójimo. Cuando lo que hace mal nos fastidia sólo a nosotros, nuestra paciencia aún tiene un pase. Tal vez también cuando él es el único perjudicado. Cuando alguien hace el mal a los demás con pleno conocimiento de causa o a conciencia, hay que tirarle de las orejas sin remedio. Nada me horroriza más de las noticias que esas páginas de sucesos que muestran la crueldad descarnada del hombre con el hombre: los abusos, la violencia, el daño gratuito. Ni para mencionar ejemplos recientes tengo cuerpo. Entonces, un fondo insobornable de fe en la naturaleza humana me hace pensar que, si esos bestias hubiesen sido corregidos con mucha fuerza a tiempo, se podrían haber evitado algunas desgracias.

Hace nada hubiese escrito que con la maldad hay que tener "tolerancia cero". Ya no lo haré porque Rafael Sánchez Ferlosio ha corregido mi yerro con más razón que un santo: "Está claro que han renovado la palabra 'tolerancia' sólo para poder darse el siempre sabroso gusto de decir 'tolerancia cero'". Ay, touché. Dejaré, pues, lo de las tolerancias, y hablaré más apropiadamente de no darle margen ninguno al yerro malintencionado. Que el mal no pase por mi lado sin corrección. Y no digamos ya por mi alma, por supuesto.

Ni premiemos tampoco la sinvergonzonería, que es muy dañina Aquí puedo poner ejemplos sin sufrir demasiado. El trabajador bien dispuesto, diligente y resolutivo acaba haciendo su parte y la del malencarado y chapucero. Porque al primero da gusto encargársela y al segundo provoca pavor y, encima, el resultado será penoso. Así, reforzamos las malas actitudes y castigamos las buenas, pedagogos invertidos. No queda más remedio, pues, que arremangarse. Todas las obras de misericordia, incluso ésta, acaban siendo duras para el misericordioso, como es lógico.

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