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Como reacción al globo sonda del Gobierno de que pueda aprobarse bachillerato con un suspenso, Jorge del Palacio ha escrito en El Mundo un artículo muy recomendable: "Un elogio de la frustración". Leyéndolo con admiración, recordé, con intensa melancolía, que hace 10 años casi redondos, el 26 de noviembre de 2008, escribí aquí mismo una defensa del suspenso.
Decía: "Las incesantes leyes pedagógicas nos proponen que aprendamos a aprender, que aprendemos a emprender, que aprendamos a usar las nuevas tecnologías, a la ciudadanía, a los valores (siempre y cuando democráticos) y a un centón de cosas más […] Yo solamente quería proponer que, para la nueva reforma educativa, que estará al caer, pues no paran, se contemple otro aprendizaje: aprender a suspender. Las pedagogías modernas descuidan este aspecto, y resulta clave si queremos preparar de verdad a los alumnos para el futuro. Mi propia experiencia demuestra que la mayor parte del tiempo se lo pasa uno fracasando". Y concluía: "La autoestima, el escalón de desarrollo próximo, el progresa (¡faltaría más!) adecuadamente (¡por supuesto!) son muy agradables para los involucrados en el proceso de enseñanza-aprendizaje que lo llaman. Sin embargo, acaban dejando a los alumnos inermes ante la vida misma, cuando hay suspensos tras todas las esquinas. Necesitamos saber suspender con dignidad y espíritu de superación".
Mi melancolía arranca de que, hasta que leí a Del Palacio, ni se me ocurrió echar, como antaño, mi cuarto a espadas contra las reformas que pretenden acabar con el fracaso escolar acabando con lo escolar, que es su flanco débil o, mejor dicho, delicado. ¿Será que estoy rindiéndome como ese profesor de periodismo cuya renuncia por desánimo se ha hecho viral? No, no, sólo he perdido la fe en la batalla sistémica o institucional. Hoy los padres estamos condenados al home schooling, aunque cada mañana llevemos a nuestros hijos al cole muy repeinados. Lo que no aprendan en casa (incluyendo a suspender), en ningún sitio. Y los profesores, más necesarios que nunca, estamos abocados al cuerpo a cuerpo, a educar a nuestros alumnos uno a uno en los resquicios, en los cambios de clase, en los pasillos y en las escaleras, mediante el trato, con las sonrisas y las preguntas y los silencios, como viejos maestros socráticos, mientras todos cumplimos, punto por punto, con la programación programada y programante que sea.
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